XXI
Encuentro de Comunidades Cristianas de Base de Andalucía
(Torrox,
Málaga, 26 de noviembre 2022)
¿POR
UNA ESPIRITUALIDAD SIN RELIGIÓN?
José
Arregui
Una palabra introductoria
¡Gracias, amigas/os, por invitarme a compartir vuestra
búsqueda de humanidad inspirada en estos tiempos de éxodo! Os saludo
cordialmente.
Yo vengo de la orilla del Cantábrico, algunos venís de la orilla del Atlántico, y nos encontramos aquí, a la orilla de este Mediterráneo, testigo de tantas culturas y religiones, guerras y migraciones, naufragios y rescates. Testigo del Misterio que nos engendra, nos habita y nos anima, más allá de todas las creencias e increencias que nos separan. Los mares y sus fronteras son creaciones históricas nuestras, al igual que sus nombres, pero todos los mares, en el fondo y en la superficie, son el mismo gran Océano donde emerge y habita la misma Vida, el mismo Espíritu del Génesis que aleteaba o vibraba en las aguas originales de todos los tiempos. Bendecimos el agua, hermana y madre, que nos bendice a los vivientes. Somos hermanas y hermanos, somos uno en el agua, la tierra, el Cosmos entero y el fuego que lo habita y mueve. Aquí nos encontramos, en génesis y en éxodo, en camino hacia el horizonte que Jesús soñó y encarnó, que seguimos soñando y queriendo encarnar siguiendo su estela.
“Por una espiritualidad sin religión”, reza el título
de estas reflexiones. Pero debo decir, en descargo propio, que no es un título
propuesto por mí, sino por quienes habéis organizado este Encuentro. Formulado
como está, parece un slogan, una consigna: hay que promover una espiritualidad
sin religión. Yo no me atrevería a decirlo. Viva cada una/o la espiritualidad
como mejor le inspire la luz que le guía, el agua de su propio pozo. Sin
religión, si así se ve más libre; o con religión, si ésta le ayuda. Vivimos en
un tiempo de transición en que el respeto de cada camino ha de ser la consigna
común primera. Que quien se sienta movido a liberarse de todo marco religioso
(dogmas, culto, iglesia…), sea libre para hacerlo. Que quien aún se siente
sostenido e inspirado por palabras, ritos, textos y marcos eclesiales, sea fiel
al Espíritu que le habla en la religión, y procure no sujetarse a la letra. Que
no se condenen el uno al otro. Que el uno se deje llevar por el Espíritu de la
vida más allá de su religión, sin atarse a ella, y el otro más allá de su
negación religiosa. Con religión o sin religión, la espiritualidad es siempre
“trans-religiosa”. La persona espiritual no es esclava de la religión que
profesa ni de su negación. La persona espiritual es consciente del valor
relativo tanto de sus afirmaciones como de sus negaciones.
En cualquier caso, vivimos una época en que se
generaliza una cosmovisión que hace insostenible el sistema religioso
tradicional, como luego insistiré. Es un hecho mayor de nuestra cultura, y merece una atención especial. Una mayoría social
creciente se siente totalmente ajena a todo marco religioso establecido. Y no
solamente entre quienes han nacido y crecido fuera de dicho marco, sino también
entre quienes en su infancia y en juventud o incluso en su edad adulta
profesaron y practicaron la religión, pero hoy la sienten extraña, porque su
lenguaje les resulta extraño y ya no les inspira vida. No es una consigna ni un
proyecto a impulsar, sino un dato cultural, sociológico y planetario a gran
escala, un dato que merece ser objeto de reflexión. El aliento vital es lo que
importa, y no se identifica ni está supeditado a ninguna creencia, texto, rito,
norma ni autoridad “sagrada”.
La
vida inspirada es lo que importa. La vida es lo que peligra. Vivimos sin duda,
a nivel planetario, los tiempos más turbulentos de los 300.000 años de la
especie humana Sapiens. Es verdad que nunca han sido tantos los medios y
las posibilidades para promover Bien Común de la humanidad y de la comunidad de
los vivientes, pero nunca ha habido tanta guerra, explotación y diferencias,
nunca tan pocos han poseído tanta riqueza a costa de la miseria de tantos,
nunca la especie humana ha sido tan depredadora y destructora de la Tierra y de
la comunidad de sus vivientes.
Me
sitúo en esta encrucijada cultural, religiosa, ético-política, cosmo-bio-ecológica.
En esta encrucijada espiritual. Empezaré por acotar los términos, con sus
equívocos y significados y sus referentes últimos: los horizontes de la vida
que nos convoca y arrebata más allá de las fronteras del lenguaje.
1. La espiritualidad: amplitud o respiro
integral
Empecemos por despejar un malentendido
ligado al término “espiritualidad”: la idea de que designa una vivencia relacionada
con “espíritu” en contraposición a “materia”, cuerpo, estructuras físicas o
sociales, política… Ese prejuicio sigue estando ampliamente arraigado, y ello explica
en parte la actitud recelosa que adopta mucha gente en cuanto escucha o lee
“espiritualidad”. Las diversas ciencias, así como todas las filosofías
coherentes con la visión científica de la realidad, apuntan a la superación
radical de dicha contraposición en todas sus versiones.
La espiritualidad –la mirada profunda, la
conciencia expandida de la unión de cuanto es, la praxis inspirada, la libertad
hermanada, la comunión universal feliz– no es interioridad en contraposición a
exterioridad, pues la interioridad es espacio abierto de encuentro de mí y del
otro, de todos los otros más próximos y más lejanos, del todo del que cada uno
somos parte, el todo que nos crea y que creamos.
La espiritualidad no es una experiencia o
una dimensión o ejercicio personal individual en contraposición a la dimensión social,
pues el individuo único que somos cada uno es una encrucijada de caminos, de
personas, territorios, pueblos, países, de tiempos y espacios sin fin,
habitados por el Espíritu.
La espiritualidad no es lo relativo a la
contemplación en oposición a la acción, pues la contemplación es inmersión
profunda en la realidad concreta que nos constituye y que constituimos.
Inmersión en la quietud activa, en el silencio que habita las armonías y
desarmonías que nos envuelven, en la paz y los conflictos que nos afectan –aunque
no lo sepamos– y nos interpelan.
La espiritualidad no tiene existencia
propia e independiente ni se sustenta en sí. La espiritualidad emerge del
conjunto de todas las condiciones que configuran nuestra vida: condiciones
geográficas y ecológicas, sanitarias y alimentarias, familiares y sociales,
políticas y económicas, educacionales y relacionales…. condiciones sin fin. La
espiritualidad emerge del cuerpo social que somos, al igual que la mente en
general –imágenes, recuerdos, fantasías, proyecciones, sentimientos, deseos,
ideas, emociones estéticas, conciencia más o menos profunda de sí y del mundo
del que formamos parte– del cuerpo social en general y del cerebro en particular.
Al igual que la vida emerge de las moléculas, que emergen de los átomos, que
emergen de las partículas, que emergen de la energía, que emerge… ya no sabemos
seguir. Pero la espiritualidad emergente interactúa con las condiciones de las
que emerge, y puede y debe transformarlas. Así, la espiritualidad depende de la
política (familiar, sanitaria, alimentaria, educativa, informativa…) y debe al
mismo tiempo transformarla, volverla más humana, equitativa espiritual. La
espiritualidad a-política no es espiritual, no anima, es una contradicción en
los términos; la política sin espíritu no es humana, no es ecológica, es
destructora de la vida y de su comunión.
La espiritualidad germina y se desarrolla
o se malogra en una infinita red de factores que conforman el cuerpo biológico,
social, cultural, planetario, cósmico. En un mundo en el que todo es interser,
interrelación, interacción. En un asombroso universo o multiverso en el que
todo cuanto es se intercrea y recrea desde siempre para siempre, más allá de
toda categoría de espacio y tiempo.
¿Qué es, pues, la espiritualidad?
Reparemos a su raíz etimológica: sp. Las palabras y sus etimologías son
reveladoras. La raíz sp indica la idea de amplitud, y se halla presente
en términos como espacio, espíritu, respiro, inspiración…. “Amplitud” es una
bella imagen de una realidad y de una vivencia que no cabe en las palabras y en
las definiciones. Espiritualidad es amplitud. Espiritualidad es anchura
espaciosa, es espíritu que ilumina y alienta, es respiro que dilata y pacífica,
es inspiración que abre e impulsa…
La espiritualidad es la hondura de la vida. Al decir
hondura de la vida, no debemos pensar en un ejercicio de introspección, en
viaje interior a lo hondo de sí, ni en meditación reflexiva sobre la realidad
exterior, por necesarios que sean el viaje interior, la introspección y la
reflexión sobre la realidad. El fondo de sí y de la realidad no es un lugar
interior de difícil acceso, reservado a los cultos e iniciados. El fondo es la
autenticidad, la transparencia, la comunión abierta y creadora que somos y que
son todas las cosas, más allá de las oscuras redes engañosas del interés egoico
en que nos dejamos atrapar tanto a nivel personal como a nivel estructural.
Espiritualidad es el ejercicio de la verdad activa de cuanto somos, de cuanto
es, la verdad que solo los humildes y puros de corazón pueden percibir y
realizar. La espiritualidad es vivir lo Real, liberándolo de la ilusión. La
espiritualidad es “experiencia absoluta de la realidad” (Marià Corbí),
liberándola de la maraña de nuestros criterios superficiales de utilidad,
valor, sentido, ganancia. La espiritualidad es la vida buena, inspirada,
alentada, en la consciencia profunda de la universalidad y unidad de la Vida,
del Espíritu, del Aliento.
La espiritualidad es también el camino a esa hondura o
alma creadora de cuanto es, el camino concreto, individual y colectivo, o el
cultivo cotidiano de la experiencia de lo Real en su hondura. Necesitamos
aprender a caminar en esa hondura, hacia esa hondura personal y universal.
Necesitamos una iniciación, una disciplina, unas prácticas mantenidas.
Necesitamos gestos y voces, espacios y tiempos, palabras inspiradoras y
silencios reveladores que nos permitan ejercitar la mirada profunda,
pacificarnos por dentro y por fuera, inspirar la acción transformadora,
fomentar la relación buena y sanadora.
Como se habrá observado, en todo lo dicho en este
apartado no he hecho mención alguna de la religión. El Espíritu aleteaba en el
corazón de lo que llamamos “materia” antes de que hubiera vida, y en todos los
vivientes antes de que hubiera especies humanas, y en todos los humanos antes
de que naciera el Homo Sapiens, y en éste antes de que creara mitos,
ritos y códigos, imaginara divinidades, les construyera templos y fundara
jerarquías sacerdotales, en una palabra, antes de que hubiera construido
religiones. Si durante cientos de miles o incluso de millones de años –en los
homínidos y en los primeros humanos–, la espiritualidad existió sin religión,
es lógico pensar que podrá seguir existiendo sin religión cuando ésta
desaparezca.
Volveré a ello, pero será bueno tratar de esclarecer primero
qué queremos decir cuando decimos “religión”.
2. La religión, experiencia y forma
siempre ambigua
Permitidme que acuda de nuevo a la etimología y las pistas
reveladoras que nos ofrece. Si “espiritualidad” se deriva de la raíz sp,
que sugiere espacio, amplitud, ¿de dónde se deriva el término “religión” o, más
concretamente, el término latino originario religio? Pues bien, no hay
unanimidad al respecto, lo que no deja de ser significativo: la polisemia de religión
pone de manifiesto la complejidad del fenómeno religioso y su radical
ambigüedad.
Apunto las tres etimologías principales que se
propusieron ya en la Antigüedad:
1) Un siglo antes de Jesús de Nazaret, el político,
filósofo, escritor y orador romano Cicerón, profundo conocedor de los secretos
del latín, enseñó que el término religio proviene de relegere (releer,
revisar; pero también recoger, reunir). Esta es, a decir de los lingüistas, la
etimología más plausible: religio viene seguramente de relegere.
La religión sería, por lo tanto, un ejercicio de relectura, de lectura
atenta, critica, profunda, veraz, de la realidad.
2) Sin embargo, 300 años más tarde, el filósofo y
escritor Lactancio (s. III-IV), convertido al cristianismo, opinaba que religio
viene de religare (religar, vincular, unir,
atar); la religión respondería, pues, a la constitutiva necesidad humana de
crear relación, comunión, comunidad: comunidad entre los practicantes de una
misma religión, pero también, ¿por qué no?, entre todos los humanos más allá de
todo criterio confesional de “dentro-fuera”; y ¿por qué no también entre todos
los vivientes y entre todos los seres del cosmos? Aunque esta etimología,
siendo la más popular y la más aducida, sea lingüísticamente discutible o
incluso falsa, no deja de ser sugerente.
3) Cien años después, San Agustín de Hipona (ss.
IV-V), la figura que mayor autoridad ejerció y mayor impronta dejó sobre la
teología cristiana en su conjunto, enseñó que religio proviene de reeligere
(reelegir, volver a elegir, elegir a fondo). La religión tendría, pues, que
ver, con el deseo y la opción, más concretamente con el deseo más hondo o
verdadero del corazón y con la opción libre de dicho deseo profundo. La
religión sería, en último término, deseo y opción del bien, del amor (el deseo
y la opción por Dios, según Agustín).
Las etimologías apuntadas valen sin duda para hacer
entrever la experiencia originaria que, como germen y posibilidad, laten en el hondón
del espíritu humano (y del “espíritu” de todos los vivientes y de cuanto
llamamos “materia”); dichas etimologías valen igualmente para sugerir el
horizonte infinito, inalcanzable, al que aspira el Homo Sapiens, y
también a su manera el chimpancé, el petirrojo, la azalea, el agua, el agua, el
átomo y la galaxia, el universo entero. En el fondo, las etimologías insinúan
experiencia espiritual o “espiritualidad” que dio origen a todas las religiones
y que constituye su alma verdadera.
Pero salta a la vista que, para una gran mayoría
creciente de la gente, el término “religión” evoca algo bien distinto, algo que
incluso puede hallarse en las antípodas de lo que acabo de sugerir al hilo de
las diversas etimologías. Para mucha gente, “religión” evoca creencias
supersticiosas, formas de imposición, sistemas de poder. Y esa dimensión de la
religión es tan real como la experiencia humana profunda que sugieren las
etimologías. No hay más que mirar el pasado y el presente de las religiones
para ver que la religión, toda religión, es a menudo un sistema de segregación
más que de religación universal, de imposición más que de elección libre, de
distracción supersticiosa más que de lectura profunda, atenta y crítica de la
realidad.
Así pues, el término religión designa dos realidades
que, estando relacionadas, son muy distintas y pueden ser contrarias:
experiencia y sistema. Una cosa es la “experiencia religiosa” –una experiencia
humana profunda vivida en un marco de creencias, ritos, normas, instituciones
religiosas– y otra cosa muy distinta es el “sistema religioso” formado de
creencias, ritos, normas, instituciones religiosas que pueden suscitar pero
también impedir o desfigurar lo más humano de la experiencia religiosa: la
experiencia de atención y de comunión, de respiro y de amplitud.
Somos seres físicos, corporales y sociales, y somos
seres de lenguaje. No hay experiencia humana pura, sino que siempre se produce
y se expresa en una forma concreta, la cual, como toda forma, se transforma sin
cesar. Por ello, toda experiencia religiosa, como experiencia humana que es, nace
de y se expresa en un cuerpo material, corporal, familiar, social,
lingüístico, cultural... La experiencia religiosa es siempre una experiencia cósmica,
histórica, cultural. Se expresa en creencias (sobre espíritus y divinidades,
sobre el origen del mundo, de la vida y de los males, sobra la muerte y la
liberación y el fin de los males), en relatos y mitos, espíritus y divinidades,
en templos y tiempos, en ritos de luz y de agua o de pan y vino y aceite, en
palabras para evocar lo inefable y hacerlo presente, en códigos de conducta
para fomentar la convivencia e impedir el daño, en instituciones para ordenar
la vida común…
Evidentemente, todo el cuerpo institucional religioso
depende de una cosmovisión determinada y, al igual que ésta, es cultural,
histórico, cambiante. Y siempre ambiguo. Lo que puede ser humanizador y
liberador puede ser o volverse inhumano y opresor. Y, en cualquier caso, nada
(ninguna creencia, rito, código ni institución religiosa) ha permanecido ni
permanecerá inmutable. El movimiento, la evolución y la transformación
incesante es lo único inmutable, es el motor del universo.
De modo que la experiencia religiosa, como toda
experiencia humana, puede ser profunda –que es como decir real, verdadera,
humanizadora, creadora, es decir, espiritual–, pero puede ser también engañosa,
irreal, inhumana. Y lo mismo puede decirse de toda forma o institucionalización
religiosa: puede inspirar o sofocar el espíritu y la espiritualidad. Solo vale
en la medida en que ayude a humanizar y liberar, crear respiro y comunión.
La historia muestra que todas las formas e instituciones
religiosas han tendido a encerrarse en sí, a absolutizar la forma, a
esclerotizarse y a pensar y a hacer creer que en ellas habita la verdad y el
bien, más aún, la única verdad y el único bien pleno y verdadero. Las
religiones han pretendido, en mayor o menor grado, tener la propiedad del
Espíritu y de la espiritualidad, de la esperanza y del respiro, de la vida
auténtica y plena. Y en esa medida, el sistema religioso impide o sofoca en
alguna medida la auténtica experiencia religiosa, puede volverla inhumana.
3. Revivir la espiritualidad en el ocaso cultural
de las religiones
Durante milenios, en una cosmovisión regida por mitos,
espíritus y divinidades, las religiones han podido presentarse de manera
plausible como garantes del bien absoluto. La revolución del saber en la
modernidad empezó a socavar esa cosmovisión y, en consecuencia, el monopolio
religioso de la verdad y del bien. Hoy asistimos a la radicalización y
generalización del hundimiento de los cimientos culturales sobre el que se han
erigido las religiones y su pretensión de ser garantes del destino de la
humanidad. La religión institucionalizada ha perdido su privilegio histórico en
lo que respecta a la vida profunda, a los grandes valores éticos (respeto, compasión,
solidaridad, honestidad, amor, perdón, tolerancia…), a la calidad humana, a la
espiritualidad al fin y al cabo.
Pero esa pérdida de privilegio ético, humano,
espiritual, no se debe a que los adeptos de las diversas religiones sean menos
éticos, humanos y espirituales que en otros tiempos, tampoco a la pérdida de
crédito moral de los dirigentes religiosos, sino a que las creencias, ritos y
códigos religiosos ya no resultan creíbles, ya no motivan o inspiran la vida.
Es una cuestión de transformación cultural, no de valor ético o espiritual. Los
creyentes y, sobre todo, los dirigentes religiosos cometen, pues, un grave
error de diagnóstico cuando entienden el actual abandono general de las
creencias y de las prácticas religiosas como producto de una pérdida de
sensibilidad espiritual, de responsabilidad ética, de calidad profunda por
parte de la juventud o de la población en general. La crisis de una religión es
siempre, en primer lugar, la crisis de su propia credibilidad cultural, la
crisis social del paradigma cultural en el que se sostiene.
Y los datos indican que la actual pérdida de
credibilidad cultural de las religiones en las sociedades modernas del
conocimiento científico y del “desarrollo” tecnológico –con su radical
ambigüedad, las desigualdades crecientes, las inquietantes preguntas que surgen
sobre el presente y el futuro– es un proceso sin vuelta atrás.
Las religiones son una formación cultural y, por lo
tanto, un fenómeno contingente y particular como toda cultura. En consecuencia,
toda transformación cultural conlleva siempre una transformación en la
interpretación de los credos, en las formas rituales, en las concreciones
morales, en la organización de la comunidad religiosa y de sus relaciones de
poder hacia dentro y hacia fuera. La historia de una religión es
inevitablemente la historia de sus transformaciones. Y con toda religión ocurre
lo que ocurre con toda forma viviente: nace, se transforma y muere. Pero su
nacimiento nunca es un comienzo absoluto a partir de la nada, sino una transformación
de formas preexistentes; tampoco su muerte es un final absoluto, sino una
transformación hacia nuevas formas culturales, nuevas configuraciones
religiosos o nuevas expresiones del Espíritu y de la espiritualidad
irreductibles a ninguna expresión ni institución.
La cosmovisión y la antropología, las categorías y el
lenguaje (pecado-culpa, perdón-castigo, sacrificio-expiación,
salvación-condenación…), los rituales y la organización social jerárquica y
autoritaria, el dualismo metafísico de fondo (Dios-mundo, materia-espíritu,
cielo-tierra, naturaleza-ser humano, varón-mujer, vida-muerte, más acá-más
allá…), el antropocentrismo metafísico ligado a un geocentrismo cosmológico, la
creencia en un Dios omnipotente Creador y Señor que rige el universo, que han
servido y sirven aún de soporte a todas las grandes religiones tradicionales datan
aproximadamente de unos 4000 años antes de nuestra era, a saber, de hace unos 6000
años. Era un mundo muy distinto del nuestro.
Nuestro mundo está marcado por el aumento exponencial
del conocimiento científico-técnico y de la incertidumbre creciente al mismo
tiempo, un mundo donde la verdad ha estallado, un mundo de relatividad y de
pluralismo.
El nuestro es un mundo en cambio acelerado. Nada perdura.
En el mundo antiguo, por el contrario, las culturas, las convicciones
profundas, las instituciones sociales (modelo de familia, organización
política, estructura económica) duraban milenios, muchos milenios incluso. De
los 300.000 años que lleva nuestra especie en la Tierra, la cultura de los
cazadores-recolectores se prolongó aproximadamente durante 288.000 años, hasta
la revolución agraria, que tuvo lugar en el Oriente Medio hacia el s. X a.C.,
hace aproximadamente 12.000; la cultura agraria se ha prolongado a lo largo de
11.700 años, hasta la primera revolución industrial iniciada con la máquina de
vapor en 1769. Desde entonces, la aceleración se dispara, incontenible e
inquietante: la primera revolución industrial duró solo 100 años, hasta la
invención de la luz eléctrica en 1879 (cuando Th. Edison fabricó la primera
lámpara incandescente); esta segunda revolución industrial solo duró 80 años,
hasta la primera máquina controlada por una computadora creada en 1959; la
tercera revolución industrial que con ello se inició solo duró la mitad, 40
años, hacia el año 2000, cuando la tecnología nos abrió al internet de todas
las cosas. ¿Qué vendrá luego? Puede ser un paso humano decisivo hacia una
espiritualidad profunda, ético-político-ecológica-feminista, o puede ser la
implosión y el suicidio de nuestra especie en aras de no sabemos qué. Lo que
vaya a ser está todavía en nuestras manos, pero pude ser que pronto ya no lo
esté.
Sea como fuere, la revolución del saber y su
globalización galopante, el desarrollo de la inteligencia artificial –piénsese
en el recentísimo programa informático ChatGPT3 creado por OpenAI–, las
nuevas biotecnologías, las neurociencias, las imágenes del universo
–inimaginables hasta hace pocos meses– que nos brinda el telescopio James Web, la
transformación de las estructuras económicas y de las relaciones sociales, el
desastre ecológico y humanitario del cambio climático en marcha… y tantas cosas
más afectan profundamente a nuestra cosmovisión milenaria, a nuestras hipótesis
y creencias sobre el origen y el fin del universo, a la imagen de la Tierra
como el único lugar donde el cosmos alberga la vida, al reconocimiento del Homo
Sapiens como criatura acabada pero “caída” de su perfección paradisíaca,
como sentido, cima y fin de toda la creación, como señor de la tierra y, por lo
tanto, centro del universo.
El cambio cultural radical al que asistimos como
sujetos activos y pasivos afecta, como no pude ser de otra forma, a los
fundamentos mismos del andamiaje sobre el que se sujetan las religiones
tradicionales. No creemos lo que queremos, sino lo que podemos creer, según el
marco de credibilidad, lo “creíble disponible” (P. Ricoeur) propio de cada
época y de cada cultura. Ya no podemos creer que el universo haya sido creado
por una divinidad exterior y anterior al cosmos, con la Tierra como centro, el
ser humano como cima, el varón como señor de la mujer, y todo ello a pesar del
“pecado original” que le hizo perder su integridad físico-espiritual e
inmortalidad, la suya y la de todos sus descendientes. Ya no podemos creer en
un “Dios” soberano que se revela y escoge a unos y relega a otros, que rige y
ordena, castiga o perdona, penaliza o premia, condena o salva, que interviene
milagrosamente en el mundo cuando quiere, que revela verdades y normas
inmutables, que con su dedo designa a sus representantes en la Tierra. Ya no
podemos creer en un “Dios” que, en el transcurso de 13.700 millones de años de
este universo en expansión (o en otros infinitos universos de los que no conocemos
de momento más que la hipótesis matemática), solo una vez se hubiera encarnado
plenamente, y lo hubiera hecho justamente en el planeta Tierra, en la especie Homo
Sapiens, en un varón judío, hace 2000 años. Ya no podemos creer que Jesús
nació de madre virgen, hizo milagros sobrenaturales, fundó unos sacramentos y
una iglesia clerical jerárquica, murió para expiar nuestros pecados, resucitó
milagrosamente quedando el sepulcro milagrosamente vacío… y ascendió al cielo,
de donde un día volverá. Ya no podemos creer que el cristianismo sea la única
religión verdadera y definitiva, ni que la Iglesia católica clerical y romana,
presidida por el papa, Vicario de Cristo, sea la única y plena Iglesia
verdadera, y que los obispos, presididos por un papa infalible y
plenipotenciario y ayudados a su vez por los presbíteros, sean los
representantes de Cristo en la Tierra ni que los sacerdotes que los asisten posean
en exclusiva la facultad de celebrar la Eucaristía y perdonar los pecados. Ya
no podemos creer que después de la muerte del cuerpo –que se corrompe–,
sobrevive el alma inmortal, y que alma y cuerpo volverán a unirse al final del
mundo, cuando Cristo vuelva para llevar a cabo el Juicio final que abrirá a los
justos el cielo eterno, y el infierno eterno a los pecadores muertos en pecado mortal
sin confesión.
Todas esas creencias, todo el credo literalmente leído,
ha perdido su credibilidad cultural. En consecuencia, se puede decir que el
cristianismo del antiguo paradigma toca a su fin. Más aún, pienso que todas las
religiones tradicionales basadas en un andamiaje –filosófico, dogmático,
ritual, moral, institucional– análogo, se irán desmoronando más pronto que
tarde. El desmoronamiento ya es patente en Europa, donde todo indica que el
proceso es irreversible. Stephen Bullivant, profesor de teología y de
sociología de la religión en la Universidad St, Mary de Londres, en un estudio
sobre jóvenes adultos europeos y su relación con la religión (Europe’s Young
Adults and Religion, St. Mary’s Universit, 2018), sostiene que “la religión en Europa está a punto de
perecer”. El mismo año, y refiriéndose a Francia, el historiador Guillaume
Cuchet publicó un libro titulado Comment notre monde a cessé d’être
chrétien. Anatomie d’un effondrement (2018) (“Cómo nuestro mundo ha dejado
de ser cristiano. Anatomía de un hundimiento”).
El mismo fenómeno – con la aparente excepción de los
EEUU de América, a la que en seguida me referiré– afecta a todos los países en
que se va generalizando el acceso juvenil a la Universidad y el cambio de
paradigma cultural. No tenemos más que pensar, además de Europa, en países como
Canadá, Australia, Nueva Zelanda. En todos ellos, hasta 1750 –comienzo de la
revolución industrial–, la asistencia a la iglesia alcanzaba casi el 100%; a mediados del siglo XX había descendido
al 65%; en algunos de esos países, hoy se encuentra por el 5%.
¿Y qué decir de la
excepcionalidad de los EEUU? ¿Será más bien el hundimiento religioso de nuestra
Europa occidental el que es excepcional? Obsérvense estos datos del país
norteamericano: 1) del 2009 al 2019, la suma de los que se reconocen como ateos,
agnósticos o “nada” subió del 17% al 27%, lo
que representa un ascenso de un punto porcentual al año, siendo ese grupo
mayoritario (34%) entre los estudiantes entre 18 y 29 años; la cifra se eleva al
40% entre los estudiantes de la universidad de Harvard.
Y a propósito de esta universidad, hay un hecho que es todo un síntoma: en el
año 2021, Greg Epstein, un joven rabino ateo, capellán del Movimiento Humanista
de carácter no religioso, fue elegido como presidente de los capellanes de las diversas
religiones y denominaciones de esa prestigiosa Universidad.
Son reveladores los datos referentes al Estado
español: si en el año 2000 solo el 13,2% de la población española se declaraba
ateo o agnóstico, en 2019 lo hacía el 27,5%; en el 2021, los no creyentes sumaban
el 37,1%, más numerosos que los católicos practicantes; el 63,5% de los jóvenes
entre 18 y 24 años no tienen ningún tipo de creencia; en 2001, se casaba por la iglesia el
70% por la Iglesia, mientras que en el 2020 solo lo hace el 20%; la transmisión
de la fe es importante solo para el 15% de padres.
En lo que concierne a América Latina, he aquí unos
datos que marcan la tendencia: en el 2018, el 59% de sus habitantes se reconocían
como católicos, mientras que en 1995 lo hacía el 80% (los pentecostales
aumentan hasta los 500 millones); en Honduras, los católicos bajan del 76% de
1996 al 30% en 2018; en Uruguay, en 2018 un 54% dicen no identificase con
ninguna religión en particular; en Chile, en una reciente encuesta, los dos
tercios de la juventud se reconocen no creyentes.
El futuro concreto es impredecible, pero se puede
conjeturar que no es demasiado aventurado pensar que el día en que una amplia
mayoría de la población planetaria posea un grado universitario –hoy lo poseen solamente
alrededor del 7% a nivel general y el 50% a nivel europeo–, las religiones
tradicionales se hallarán más o menos en la misma situación en que se hallan en
nuestros días en Europa. Al igual que en Europa, en el horizonte mundial se
dibujan tres alternativas para las religiones: transformarse profundamente,
desaparecer o quedar reducidas a resto social marginal e insignificante
(durante un tiempo más o menos largo hasta la desaparición).
En cualquier caso, todas las religiones, siendo como
son formas culturales históricas y contingentes en constante mutación, algún
día desaparecerán como en su figura actual.
¿Qué quedará entonces de ellas? ¿Qué quedará concretamente del
cristianismo? Quedarán muchos elementos culturales que hayan creado, despojados
del significado propiamente religioso: monumentos artísticos, músicas bellas,
textos inspirados, calendarios, expresiones festivas, numerosas huellas
lingüísticas… Quedará, sobre todo, aquello que en el fondo inspiró el origen de
las religiones, aquello que inspira todo lo bueno y lo bello, aquello que mueve
el átomo, el aire y los ríos, aquello que alienta en lo más profundo de los
vivientes y de todos los corazones: el Espíritu universal expresándose en mil
formas nuevas, alma de todas las formas, libre de todas las formas.
Vivimos en esa encrucijada cultural, religiosa, espiritual: lo viejo caduca,
lo nuevo emerge sin forma precisa todavía. El Espíritu sopla en todas partes,
renovándose siempre y renovándolo todo sin cesar.
Vivimos una época marcadamente post-religiosa y a la
vez post-secular. Una época en la que una mayoría creciente de hombres y
mujeres ya no encuentran inspiración ética y aliento vital en las religiones
establecidas, pero sienten una sed profunda de ser, sed de comunión universal
con cuanto es y vive, sed de confianza, sed de paz en la justicia, de justicia
en la paz.
El gran reto espiritual para las religiones es
liberarse de las formas obsoletas y dejarse alentar por el Espíritu de la vida.
Y el reto decisivo para todas las mujeres y hombres de hoy, creyentes o no
creyentes, es no ofuscarse ni en la creencia ni en la increencia, no encerrarse
en el interés individualista, en el inmediatismo consumista, en las redes
económicas de unos pocos poderosos sin alma, en la sumisión de la política al
poder del dinero, en la desigual y asfixiante competitividad de todos contra
todos; y no contentarse con el conocimiento superficial meramente matemático,
abrirse de par en par a un conocimiento que es vida, renacimiento común
planetario, a una experiencia espiritual tan activa y transformadora como el
Espíritu.
No se trata de creer ni de dejar de creer, sino de
respirar anchura y vivir. Se trata de vivir lo que sugiere la etimología del
término “creer”, credere en latín, que se compone de una doble raíz
indoeuropea: kerd (corazón, cordial, acuerdo, coraje…) y dheh
(poner, dejar, donar, entregar…). Está en juego una nueva economía del Bien
Común, una nueva política planetaria fraterno-sororal y democrática. Está en
juego nuestro respiro personal y universal. Está en juego la vida buena,
nuestra vida fraterno-sororal y feliz, la vida de la humanidad, la vida de la
gran comunidad viviente. Respirar el Espíritu de la vida y encarnarlo: en eso
consiste la espiritualidad, con religión o sin religión.
4. Testigos espirituales más allá de la
religión, hace 2500 años
Nunca la especie Sapiens ha vivido un tiempo de
cambio cultural tan radical y acelerado como el que nos ha tocado vivir. En
apenas 60 años, muchos de nosotras/os hemos pasado de la era agraria a la era industrial,
y de ésta a la era postindustrial. En nuestros caseríos y pueblos de la
infancia o de la primera juventud, vivimos inmersos en el paradigma agrario,
milenario y premoderno. En la juventud despertamos a la crítica histórica, a la
cosmovisión científica, a la búsqueda de racionalidad de la religión antigua.
La edad adulta nos ha obligado a otro éxodo más radical todavía; debimos
emigrar a territorios desconocidos, seguimos emigrando hasta hoy: del cristocentrismo
inclusivista al pluralismo religioso, del diálogo interreligioso a la espiritualidad
trans-religiosa o post-religiosa, de la teología de la liberación a la
espiritualidad místico-política y ecoliberadora, de la teología antropocéntrica
y patriarcal a la teología ecofeminista… Y ahí estamos. Es fascinante y
exigente a la vez.
Sin embargo, no somos los primeros en vivir, en el
fondo, esta experiencia de éxodo cultural, espiritual y teológico. La
experiencia espiritual, para quien haya estado dispuesto a vivirla a fondo, siempre
ha sido experiencia de radical desapego de toda creencia y aparato religioso.
“Sal de tu tierra”, dice Dios a Abraham (Gn 12,1). Ahora bien, hay una época especial
de la historia en la que esta experiencia adquirió una densidad, hondura y
globalidad llamativa: es el “tiempo eje” (K. Jaspers), entre el s. VIII y III
a.C. o antes de la era común. Desde China hasta Grecia, tuvo lugar una
verdadera revolución filosófica, ética y religiosa. Citaré únicamente nombres
de varones de esa época. Sin duda, en ese tiempo como en todos los tiempos,
existieron tantas mujeres como varones de experiencia espiritual profunda,
pero, salvo raras excepciones, el sistema patriarcal vigente les impidió el
acceso a la enseñanza y la escritura.
En China, Confucio se desinteresó de espíritus y
divinidades del más allá, y se centró de lleno en la enseñanza y la praxis de
una nueva política fundada en la benevolencia (jen). Laozi abandonó
ritos y creencias religiosas y se sumergió en la mística de la naturaleza y en
la ética de la bondad.
En la India, Sidharta Gautama, el Buda o Iluminado, descubrió
y enseñó las “cuatro verdades”, el camino de la liberación del sufrimiento a
través de la liberación del deseo, del ego con todos sus engaños, siendo la
dependencia de todo dogma y rito religioso una muestra de deseo egoico.
Igualmente, Mahavira (fundador del jainismo) vivió una experiencia espiritual
profunda sin dioses, basada en el amor de todos los seres y expresada en una
práctica radical de la no-violencia. Las Upanishads constituyen un testimonio
místico y filosófico cimero de la experiencia espiritual que transciende toda
representación del Brahman-Atman, es decir, de la Realidad absoluta en todas
sus múltiples formas individuales.
En Persia (Irán), Zoroastro –tal vez un poco antes del
“tiempo eje” propiamente dicho–, llevó a cabo una crítica radical del
politeísmo y ahondó la experiencia y el culto de la divinidad única, sin otra
imagen que el fuego, y se centró en la lucha ética del bien contra el mal, en
la esperanza mesiánica del fin de todos los males de este mundo y de la
emergencia de un mundo nuevo sin males, un paraíso en el que todos los seres
humanos alcanzarán su liberación integral y eterna. La cosmovisión y la
teología mesiánica apocalíptica de Persia ejercerá una impronta decisiva en los
profetas judíos (incluido Jesús) y en la Biblia judeo-cristiana en general.
El “tiempo eje” tiene un claro reflejo en Israel:
Amós, Isaías, Jeremías… efectuaron una profunda crítica de la religión del
templo con sus ritos vacíos y con su clero aliado al palacio real. Isaías
predicó con fuertes acentos la fe en el “Dios único”, que en el fondo conlleva la
superación del teísmo tradicional. En la literatura bíblica (referida a tiempos
muy anteriores pero escrita en buena parte en el “tiempo eje”) descuellan no
pocas figuras, verdaderos iconos de una espiritualidad del exilio, del tránsito
a una experiencia más allá del marco religioso convencional heredado: en el
vado de Jabok, Jacob, exiliado y fugitivo, lucha con el “Dios de los padres” y
lo vence (!), pero del lance sale herido y a la vez bendecido (Gn 32). Moisés
descubre el misterio liberador e inefable, sin nombre, del YO SOY (Ex 3) en el
monte Horeb, de Madián, territorio “pagano” muy lejos de la “tierra elegida”.
Elías, padre del profetismo, defensor un tanto intolerante y violento del “Dios
único”, fugitivo también él, en el monte Carmelo debe desaprender lo que sabe
de Dios (el viento, el terremoto, el fuego) y reconocerlo en el “ligero
susurro”, el silencio y el vacío (1 R 19).
Pasemos a Grecia, cuna de la cultura europea junto con
la tradición bíblica y el legado de los antiguos pueblos indígenas de Europa.
Entre los siglos VII y VI antes de nuestra era, antes del dualismo metafísico
(místico o racional) conceptualizado por Platón y Aristóteles, discípulos de
Sócrates, hubo en Grecia pensadores “científicos” y místicos a la vez que superaron
radicalmente la teología de los mitos antiguos con su grosera teología
antropomórfica, experimentaron el misterio sin nombre del Uno insondable, y
acertaron a decirlo con metáforas abiertas más que con conceptos definidos.
Transcendieron toda forma o representación divina, afirmaron el Misterio de lo Real
sin forma alguna asignable. Marcaron el comienzo de una época nueva en la filosofía
y en la religión – filosofía religiosa y religión filosófica– griega. Destacan Tales
de Mileto, Pitágoras, Parménides, Heráclito.
Tales de Mileto,
filósofo, matemático, geómetra, físico y legislador, nunca habló de “Dios” en
singular, ni se interesó por los distintos dioses de la mitología, pero se le
atribuye la afirmación –sea o no históricamente verídica– de que “el mundo está
lleno de dioses” (que es como decir “lo divino”). Y enseñó que el agua es la
“arjé” –el principio originario o realidad primera o fondo último de todo–, o la
metáfora de lo divino, de “Eso” que mueve todo cuanto es, “Eso” que anima el
universo, que constituye el “alma” de todos los seres, no solo de los seres
humanos. Pitágoras, pensador místico fascinado por los números,
calificado como “primer matemático puro”, aplicó la matemática lo mismo a la
astronomía que a la música, criticó la imagen de los dioses presente en los mitos;
enseñó que Dios es único, pero con ese término no se refería a un soberano
supremo y separado del mundo, sino al Uno eterno que rige y unifica el universo
con la justicia-justeza representada por los números. A lo Real fundante e
indecible se refiere con la metáfora de la esfera y del “fuego central” y de su
movimiento circular que lo abarca y anima todo. Inspirará la célebre definición
–irrepresentable e inexpresable – que ofrecerán de de Dios de “Los 24
filósofos” de la Edad Media: “Dios es una esfera infinita cuyo centro se halla
en todas partes y su circunferencia en ninguna”. En cuanto a Parménides,
en un rapto, iluminación o inspiración –poética, gnóstica, mística– fue
“conducido” por la luz de la “deidad” a la conciencia profunda de LO QUE ES, el
SER uno, eterno, ingénito e imperecedero. Y plasmó su experiencia en su famoso
“Poema”: lo Uno o el SER, que no puede no ser ni puede ser dicho, transciende
absolutamente toda figura de divinidad concreta. Heráclito, filósofo de
Éfeso, autodidacta y ermitaño, al igual que repudia las imágenes de los dioses
de la mitología, repudiaría también tanto la figura bíblica del Dios Creador como
la idea del motor inmóvil de Aristóteles. “Dios” es más bien la Realidad eterna
que es y se manifiesta en todo como movimiento universal: panta rei,
todo fluye, deviene, evoluciona, se transforma regido, por el orden o la
justicia o la relación, la Racionalidad o el Logos de la armonía universal. La
Realidad eterna es como un río, donde el agua nunca es la misma ni adopta la
misma forma, pero siempre es lo mismo, agua que fluye en perpetuo movimiento.
Es como el Fuego, agente transformador de todo y símbolo supremo de lo Real
originario. “Este mundo no lo hizo ninguno de los dioses ni ninguno de los
hombres, sino que siempre fue, es y será fuego vivo”, escribió.
Se dice con razón que hoy vivimos un segundo “tiempo
eje”. Más exacto sería tal vez decir que vivimos la culminación global de
aquella revolución espiritual y filosófico-teológica que se abrió hace unos
2500 años. En cualquier caso, la metamorfosis cultural y por lo tanto religiosa
que vivimos hoy es mucho más radical y universal que la que se vivió y se pudo
expresar en aquella época. El gran desafío cultural de nuestros días es,
justamente, el de vivir y fomentar una espiritualidad laica en una sociedad que
ya no se reconoce en ninguna religión, pero que necesita –necesitamos– el
aliento de la vida.
5. La espiritualidad inspiradora de Jesús
más allá de religión
No existe el Espíritu sin forma, sin cuerpo, sin vida
que lo encarne. Ni se encarna plenamente en ninguna forma. O tal vez sí, en
cada forma se encarna plenamente, pero ninguna lo expresa plenamente y de una
vez para siempre. Por otra parte, cada uno necesitamos nuestra propia forma –nuestro
lugar, nuestras raíces, nuestra historia y cultura– para dar lugar al Espíritu
universal y encarnarlo y dejarnos abrir a todas las formas, libre de todas las
formas.
Por eso dedico un apartado propio a la espiritualidad
de Jesús de Nazaret. Lo hago porque la mayoría de nosotros hemos aprendido a
respirar y vivir al aire de Jesús, porque él ha inspirado y sigue inspirando
nuestra praxis esperanzada más que ninguna otra figura, porque él ha nutrido y
sigue nutriendo nuestras raíces vitales, porque en nuestras complejas
encrucijadas vitales, históricas y contingentes, y de la mano de muchas
hermanas y hermanos, nos encontramos con él, y sus ojos nos iluminaron y en
ellos nos reconocimos, y su mirada particular nos enseñó y nos sigue enseñando
a reconocer el mismo Espíritu universal, libre y liberador, en todas las
formas.
Pero no por ello necesitamos afirmar que Jesús sea la
única encarnación plena del Espíritu universal creador de vida. Ni necesitamos
afirmar que Jesús fuera un ser humano perfecto, perfectamente animado por el
Espíritu de la libertad y de la plena fraternidad-sororidad feliz. Ni siquiera
necesitamos afirmar que fuera el más perfecto o espiritual de todos los seres
humanos. Jesús fue un varón judío, un Homo Sapiens de hace 2000 años en
un universo evolutivo en expansión con cientos de miles de millones de galaxias,
con incontables planetas probablemente habitados por la vida en formas que
desconocemos y en evolución hacia un futuro inimaginable. Es un universo nacido
del Big Bang hace 13.700 millones de años que pudiera ser uno más en un
multiverso infinito. Sin embargo, la figura particular y humilde, humana y
libre, de Jesús nos inspira y anima.
Jesús nos inspira en nuestra búsqueda de
espiritualidad más allá de toda religión. ¿Pero acaso no fue Jesús de Nazaret un
judío religioso de su tiempo? ¿Cómo decir, pues, que su figura puede inspirar
nuestra espiritualidad en esta época de transición hacia una espiritualidad en
una época post- o trans-religiosa? Apunto al respecto dos observaciones que me
parecen decisivas, tanto para nuestra manera de leer los evangelios en general como
para el tema que nos ocupa aquí en particular: una constatación acerca del
“Jesús histórico” y una reflexión sobre el criterio que nos debe guiar ante
los diversos rostros de Jesús que
encontramos en los relatos evangélicos.
La investigación actual sobre el Jesús histórico está
básicamente de acuerdo en que Jesús fue un judío creyente fiel, un judío
creyente de su tiempo. De ningún modo se puede decir como se afirma a veces con
la mejor intención, que el Jesús histórico no fuera “religioso”, o que hubiera
roto con la religión judía. Creía en el “Dios de los padres”, confiaba en su
intervención en todo momento, le rezaba tres varias veces al día por lo menos,
leía las “Sagradas Escrituras”, cumplía en general las normas de pureza ritual,
asistía a la sinagoga, veneraba y visitaba el Templo de Jerusalén, “casa del
Altísimo”, lugar del “Santo de los santos” en la tierra. Su espiritualidad fue
religiosa, como la de la inmensa mayoría de los judíos y de la gente de su
tiempo en general. Es un dato histórico bastante indiscutible.
Dicho esto, la investigación histórica pone de
manifiesto la enorme pluralidad de corrientes judías existentes en la época de
Jesús: no se daba ni de lejos unanimidad de posturas sobre el canon de las escrituras
reconocidas como inspiradas, ni sobre el sábado y otras normas rituales, ni
sobre la autoridad última, ni sobre el papel del templo en Israel. Fue una
época de profundo malestar social, política, cultural y religioso para los
judíos. Una época de fragmentación y de renovación en el seno del judaísmo. Y Jesús
no vivió al margen, no se estancó, no se aferró al sistema establecido.
Presintió, deseó, soñó, optó. Impulsó una renovación integral y radical,
también religiosa. Y arriesgó su vida en ello. A pesar de ello, nunca rompió
con el judaísmo. Quiso reformarlo, siguiendo y prolongando la estela de su
maestro Juan Bautista, pero nunca se propuso romper con la religión de sus
padres. Menos aun quiso fundar otra religión.
Sin embargo, en los relatos evangélicos nos
encontramos a menudo con gestos y expresiones de Jesús que se sitúan en franca
ruptura con el judaísmo predominante. ¿Cómo conciliar este hecho con la
afirmación del Jesús histórico fiel a su religión? La investigación histórico-crítica
demuestra que tales gestos y expresiones –en realidad todo cuanto se narra
acerca de Jesús– no reflejan tanto la mentalidad del Jesús histórico, sino la
de las comunidades cristianas en cuyo seno surgieron los relatos que describen a
un Jesús hostil a los fariseos, al templo, al sistema establecido.
Y se comprende que así suceda, pues casi todos los
evangelios (canónicos y apócrifos) fueron escritos después del año 70, fecha de
la destrucción del templo de Jerusalén por el ejército de Tito y Vespasiano. Y
con el templo desaparecieron de la escena religiosa los sacerdotes, al igual
que los saduceos; los escribas o rabinos pasaron a ocupar la autoridad
religiosa suprema, y se fue acentuando la tensión entre ellos y los seguidores
del movimiento de Jesús. Pablo constituyó un factor decisivo en esta
conflictividad, pues él traspasó dos de los hilos rojos simbólicos más
importantes del judaísmo rabínico, a saber, la exención de la circuncisión para
los paganos convertidos al cristianismo y su comensalía con cristianos
circuncidados. A finales del siglo I, la ruptura era total, y esa ruptura se
refleja en los relatos evangélicos.
La pregunta es inevitable: ¿cuál de los dos es el
auténtico Jesús? ¿El profeta de espiritualidad a la vez crítica y fiel a la
religión judía o, más bien, el profeta de espiritualidad libre y creativa en
ruptura con la religión de los padres? Creo que la pregunta no es pertinente y
en cualquier caso no tiene respuesta, al igual que la pregunta por el Jesús
estrictamente histórico. Los evangelios reflejan un Jesús plural, a veces
incluso contradictorio.
Y no se trata de buscar hacerlos concordar
artificiosamente. No podemos volver a una lectura acrítica. Pero tampoco es
razonable ni espiritual que cada uno adopte la figura de Jesús –y la
espiritualidad– que más le guste, sin más. Menos aun que todo el mundo tuviera
que sujetarse o bien al dogma ortodoxo o bien a la historia “científica”. El
Espíritu no se sujeta a ninguna letra: ni a la letra del dogma ni a letra de la
historia, por lo demás siempre insegura. La búsqueda del “Jesús histórico”
tiene sentido, pero al final no podemos sino quedarnos con el Jesús narrado de
los relatos evangélicos, con sus rasgos plurales, a veces contradictorios, y
nos quedamos con lo que nos inspira de más humano y transformador.
La lectura espiritual del evangelio es aquella que nos
inspira, aquella que nos abre al espíritu o a la espiritualidad que movió a
Jesús: espíritu libre de toda letra, espíritu de tolerancia y amplitud, espíritu
de creatividad y de transformación. El espíritu que emana de la figura
evangélica de Jesús, con su particularidad histórica contingente, su pluralidad
irreductible, su universalidad inclasificable. No nos atan sus formas
históricas, ni los dogmas posteriores, pero su espíritu nos inspira.
Nos inspira su fidelidad creativa, su insistente
enseñanza en que el “sábado es para el ser humano” y no a la inversa (Mc 2,27),
en que la salud es el criterio de todas las normas, en que ninguna “tradición
humana” está por encima de la vida (Mc 7,8) (y no se olvide, todas las
creencias, ritos y normas son tradiciones humanas). Nos inspira, haya sido o no
contada por el Jesús histórico, la parábola del buen samaritano, que constituye
la crítica más dura imaginable contra la religión del templo y de la letra, y
el reconocimiento más sorprendente del espíritu de la bondad en el hereje o el
“pagano” que era el samaritano a los ojos de los judíos. Nos inspiran las decisivas
palabras proféticas que Jesús hace suyas: “Misericordia quiero y no sacrificios”
(Mt 9,13, citando Os 6,6). Misericordia quiero y no divinidades, templos,
códigos y credos. Nos inspiran las palabras que dirige a la mujer samaritana (una
samaritana de nuevo): “Créeme, mujer, está llegando la hora, mejor dicho, ha
llegado ya, en que para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este
monte ni a Jerusalén” (Jn 4,21). Y a Nicodemo: “El Espíritu sopla donde quiere”
(Jn 3,8).
Nos inspira y acompaña su libertad rebelde, su vida
samaritana, su compasión sanadora, su comensalía abierta, su fraternidad
solidaria y festiva, su esperanza comprometida, su confianza profunda, su
solidaridad liberadora, su ser “para los demás”. Su figura particular nos
inspira y nos abre hacia el horizonte absoluto del Espíritu. Todas los demás
dogmas y doctrinas son palabras pasajeras y, una vez perdido su sentido
inspirador, están de sobra.
6. Dios o el Espíritu más allá del “Dios” teísta
Empezaré por recoger la definición
de los términos teísmo y dios que ofrece la RAE (diccionario de
la Real Academia Española). Teísmo: “Creencia en un dios como ser
superior, creador del mundo”. Dios: “Nombre sagrado del Supremo Ser,
Creador del universo, que lo conserva y rige por su providencia”. En muchas
religiones se reconoce la existencia de varios o de muchos “dioses”, aunque
prácticamente siempre se reconoce al mismo tiempo una figura suprema que de
alguna forma los preside. (Advierto de paso que el término Dios, contra
lo que puede parecer, no proviene del griego Theós, sino del
latino Deus, derivado de la raíz protoindoeuropea dyew,
“resplandor celeste”; en cuanto al griego Theós, se deriva de otra raíz
protoindoeuropea: dhes, muy presente en conceptos referidos a lo sagrado,
lo real misterioso).
Pero dejemos de lado definiciones,
etimologías y disquisiciones lingüísticas, con todas sus ambigüedades. Quedémonos
con que todos los nombres o conceptos y las imágenes asociadas a ellos son
constructos mentales, culturales. Los restos arqueológicos conocidos indican
que los panteones divinos (con una divinidad al frente en general) surgieron
por primera hace aproximadamente 7000 años en Irak. “Dios” nació en Irak. Y
nótese que escribo “Dios” entre comillas cuando se refiere al significado o
constructo mental: un Ente Supremo, creador del mundo, distinto y anterior al
mundo. Escribo Dios sin comillas cuando me refiero al Misterio infinito,
indefinible, indecible.
La oscura experiencia de Dios, la
experiencia de lo Real como Misterio primero, salvador e indecible, presente
como fondo de toda experiencia y de toda realidad perceptible, es el origen de
la “espiritualidad”. Pero Dios se convirtió en “Dios”. La mayoría de las
sociedades antiguas de todos los continentes concibieron y expresaron una
imagen mental concreta de un Ente superior, y esa figura conceptual e
imaginaria se convirtió en soporte fundamental de la cosmovisión, de la ética
personal y social, de la cohesión social, del orden establecido, también del
desorden establecido. “Dios” se convirtió en fundamento y eje de la religión en
cuanto andamiaje imaginario y corpus institucional de la espiritualidad.
Hoy, “Dios” ha dejado de ser creíble
para una inmensa mayoría de la sociedad de la que formamos parte. Hace todavía
unas décadas, los teólogos se empeñaban en escrutar el “eclipse de Dios” e
interpretar sus porqués. La crisis de “Dios” era para muchos el síntoma
inquietante de una pérdida de espiritualidad. Hoy somos conscientes de que se
trata fundamentalmente de un proceso cultural. Una transformación cultural por
la que “Dios” ya no es necesario para explicar el origen de este universo o de
todos los universos, ni para justificar la ética, ni para garantizar la
cohesión social, ni para consolarnos en nuestras desgracias con la esperanza de
un más allá después de la muerte, ni para comprometerse por la justicia y la
paz planetaria entre todos los vivientes. Nunca existió “Dios” como causa
primera de todo, como categoría filosófica necesaria, como recurso explicativo y
emocional humano.
Ya lo habían advertido todos los
grandes místicos de todos los tiempos, incluso en el seno de las religiones monoteístas.
Pensemos en la Cábala judía, en el sufismo musulmán. Pensemos en Eckhart, que
distingue el “Dios” pensado con atributos y la Divinidad impensable sin
atributo alguno, el “Dios” que es algo y la Nada que es todo. Ahora ha
desaparecido el constructo cultural. “Dios” no es necesario para respirar,
esperar, inspirar. A eso se refiere el loco de La gaya ciencia de Nietzsche cuando
dice “Dios ha muerto”. Tenía razón.
Lo de menos es cómo calificamos
nuestra época cultural: si la calificamos como no-teísta, post-teísta o
trans-teísta, o como atea o como an-atea (según el neologismo “anateísmo”
propuesto por R. Kearney para indica más allá del teísmo y del ateísmo). Lo
cierto es que ya no podemos creer en un “Dios” Ente Supremo Creador, distinto y
anterior al mundo creado. En un personaje soberano y absoluto que lo rige todo,
que se revela y elige, se oculta y relega, premia y castiga, absuelve y
condena.
¿Y qué queda cuando desaparece “Dios”
de nuestro horizonte mental personal y colectivo? Queda Todo, salvo nuestro
constructo cultural. La desaparición del constructo mental “Dios” y del
constructo cultural “teísta” no nos condena al positivismo científico-técnico
ni al “nihilismo” ético-cultural, ni a la soledad o al desamparo cósmico, ni al
desconsuelo en nuestros dramas personales y colectivos. Después de “Dios” queda
lo Real con todo su Misterio. Después de “Dios” queda Dios.
Quedan también humildes metáforas que lo/la revelan
más allá de lo dicho. Así, a Dios podemos llamarlo, por ejemplo, Fuego, Llama,
Luz. O Agua, que mana, fluye y hace vivir. O Fuente,
realidad fontal. O Fondo, de donde constantemente emerge todo real
verdadero. O Creatividad, inagotable potencialidad autocreadora que
anima cuanto es, desde las partículas atómicas hasta las galaxias en expansión.
O Conciencia cósmica que encarnamos. O Memoria cósmica
en que todo revive. O Relación universal. O Silencio revelador. O
Energía originaria. O Aliento, Espíritu, Alma
de todo. O Tú, Yo, Nosotros.
Dios no se encierra en ninguna definición, en ningún
término, en ningún significado. No lo expresa la palabra por lo que dice, sino
por lo indecible al que se refiere y al que nos remite. Y eso es una metáfora:
una expresión o figura que nos conduce a lo Real más allá del significado.
Dios no es Algo, pero es en todo, el puro SER de todo.
Y lo/la vemos, palpamos, escuchamos, olemos y gustamos en todo. Lo/la veneramos,
adoramos, amamos en todo. No es personal en el sentido habitual del término: Alguien
que piensa, siente, decide y es consciente de sí frente a lo otro exterior. No
es un sujeto, un tú, un yo, una persona distinta de otra persona. Pero es el Yo
profundo de todo yo. Es el Tú en todo tú, y el Tú profundo que es cada uno para
sí. No le rezamos para que intervenga para realizar lo imposible o para evitar
lo inevitable, pero lo invocamos con devoción y confianza en cada piedra y en cada
gota, cada planta y cada animal, cada rostro y cada ojo, cada fiesta y cada
duelo, cada risa y cada llanto, cada gozo y cada herida. No es Uno ni Muchos, pero
es la Comunión de cuanto es, el puro Interser de todos los seres.
La espiritualidad no está necesariamente relacionada
con “Dios”, pero sí con Dios, la plenitud de realidad de todo lo real, el SER o
lo Real que nos hace ser y que hacemos ser, plenitud más allá de todo parámetro
temporal y de la distinción entre pasado-presente-futuro. La espiritualidad no requiere
de por sí la negación de “Dios” y de sus imágenes, o de credos y rezos, pero
tampoco de por sí tiene nada que ver con creer o pensar que existe un Ente
Supremo. La espiritualidad, con “Dios” o sin “Dios” –cada vez más sin “Dios”– consiste
en confiar en lo Real, lo verdaderamente real, la bondad feliz universal que es
en todo; consiste en acogerlo y dejarse acoger en todo. La espiritualidad real
es vivir del Aliento vital que lo mueve todo y darle forma, encarnarlo, realizarlo,
crearlo.
7. Un testigo excepcional en nuestro
tiempo: Dietrich Bonhoeffer (1906-1943)
Termino estas reflexiones
con una rápida referencia a un testigo excepcional de una espiritualidad para
un tiempo del fin cultural de la religión y del teísmo tradicional.
Conmueve imaginar a un
joven pastor luterano de 37 años, brillante profesor de teología,
extraordinariamente dotado de corazón, inteligencia y palabra, miembro
destacado y peligrosamente comprometido de la Iglesia confesante antinazi,
encerrado en una estrecha celda oscura de 2 x 3 m. y sumido en reflexiones
teológicas. En sus entrañas sensibles y en su mente lúcida bullen interrogantes
que sacuden todas las certezas: "Cómo hablar del cristianismo
al margen de todo lenguaje religioso? ¿Cómo hablar de Dios sin religión?".
¿Será
que el mundo, y sobre todo Europa, esta Europa ilustrada y convulsa, está
abandonando la vida por negar a Dios? ¿O será que debe negar al “Dios
religioso” tapa-agujeros, para poder encontrar a Dios como gracia de vivir en
libertad y bondad, más allá de la religión y de todos sus credos, normas y
cultos? ¿Qué es, pues, Dios? ¿Y quién es Cristo para nosotros hoy? ¿Tiene algo
que ofrecer todavía el cristianismo? ¿Qué cristianismo, qué Iglesia? Son
nuestras preguntas 80 años después.
Siente la imperiosa
necesidad de una nueva teología, un nuevo lenguaje para hablar de Dios, de
Jesús, para anunciar el Evangelio a un mundo que ni entiende ni puede aceptar
las creencias tradicionales ligadas a una cosmovisión y antropología en ruinas.
No llegó a elaborar la teología que intuía. De él nos ha quedado un pensamiento
fragmentario, inacabado: fue ahorcado a sus 39 años, de los que los dos últimos
los pasó en la cárcel.
Destaco, a modo de
muestra, tres expresiones programáticas del autor, tomadas de sus escritos de
prisión – publicados en Resistencia y sumisión -, sobre todo de la carta
escrita a su amigo Eberhard Bethge el 5 de mayo de 1944:
1) “Es necesario un
cristianismo no religioso”. Constataba el retroceso imparable de
la religión y el avance sin retorno del ateísmo, y afirmó que este mundo ateo
“está más cerca de Dios que cuando éramos menores de edad, iletradas,
inconscientes”.
Bonhoeffer invierte,
pues, la interpretación teológica tradicional del ateísmo, y eso presupone una
profunda metamorfosis de la noción misma de “Dios”, de Cristo, del
cristianismo, de la fe, de la Iglesia. Nos ofrece bocetos parciales de una
nueva teología, iluminadora si sabemos entenderla y aplicarla hoy con honradez
intelectual y vital. Pero una cosa vio en la cárcel con meridiana claridad: la
religión (creencias, ritos, códigos) no es más que es un ropaje histórico,
cultural, prescindible.
Nuestro
“trabajo humano es la Fe”, escribe, pero la fe no tiene que ver con creencias,
sean religiosas u otras. El ser humano, sostiene, no es un homo religiosus.
La religión no le constituye esencialmente. La “fe”, sí. La fe es la confianza en esa inspiración que
emana de lo más hondo del mundo, que permite vivir a fondo –en un marco
religioso o no religioso, pero más allá de todo marco– nuestras tareas y
fiestas, éxitos y fracasos, alegrías y sinsabores, certezas y perplejidades, y
“arrojados en los brazos de Dios” con “Dios” o sin “Dios”. Esa es la
espiritualidad, la verdadera “fe” en el Espíritu.
2)
Cristo es “señor de los arreligiosos”. “Cristo” significa para
Bonhoeffer “ser para los demás”, o diríamos, mejor, ser inseparablemente desde,
por, con y para los demás, todos los seres. Y conlleva
darse hasta morir. Y en eso mismo consiste en última instancia ser persona
humana, o bonobo, petirrojo, gusano, agapanto, agua, bosón, estrella, galaxia o
agujero negro… Ser desde, con y para y darse hasta morir:
eso es lo que hizo Jesús, aunque no fuera perfecto. Se dio y fue crucificado.
Pero morir por darse es vivir, es resucitar a una vida que no muere, a la Vida
que late en todo cuanto es.
El
“trabajo” o la “misión” del cristiano es vivir las alegrías y los sufrimientos
de la vida humana en el mundo con Jesús, como Jesús. Pero también a la inversa:
el “trabajo” o la “misión” del Jesús particular o del “Cristo universal” es
gozarse de las alegrías humanas y cargar con sus tareas u dolores, vivir
cargado con el peso del mundo y animado por la “materia” que es en el fondo
pura energía, que no sabemos qué es ni de dónde viene, pero de la que emergen
constantemente nuevas formas de ser y de vida. En eso consiste la “mundanidad”
o la “intramundanidad” de Dios, y en eso consiste la espiritualidad para
nuestro tiempo, más allá de conceptos y esquemas superficiales, incluso vacíos,
”panteísmo”, “inmanencia” y transcendencia”.
3)
“Vivir ante Dios sin Dios”. En la cárcel de Tegel, entre sus
compañeros militantes de la justicia y ateos, Bonhoeffer llegó a la convicción
de que ya no podemos creer en un “Dios” Ente Supremo omnipotente y extrínseco. Cayó
en la cuenta de que el “Dios hipótesis” explicativa, el Deus ex machina
al que recurrimos es irreal, no existe.
Sin
embargo, descansaba en las manos de Dios: en lo más hondo de sí y del mundo tan
turbulento que le había llevado a aquella cárcel, y en la luz vacilante de los
ojos de sus compañeros de prisión percibía una Presencia segura, el deseo, la
aspiración y la inspiración que todo lo mueve, el poder de la bondad más fuerte
que la muerte. No hay “Dios”, pero podemos vivir en Dios, es decir,
podemos vivir en paz y perderlo todo o darlo todo en paz a pesar de todo, y
subir los escalones del patíbulo, como Bonhoeffer los subió, desnudo, libre y
en paz. El secreto es saber mirar, percibir, sentir, compadecer, fraternizar,
vivir más a fondo.
Llevamos
muchas décadas de retraso después de las últimas palabras de Bonhoffer que, a
su vez, quiso recuperar siglos de retraso de la Iglesia que se dice seguidora
de Jesús, apunto más allá de la religión y de la imagen teísta tradicional del
Misterio último y fontal. Karl Barth, el teólogo referente más descollante e
influyente de las Iglesias protestantes de los años 40 y 60, se sintió
desconcertado por la teología del último Bonhoeffer, por su apelación a un
“cristianismo arreligioso”, se pronunció contra él y contra unos pocos que se
atrevieron a tomar su relevo (Harvey Cox, Vahanian, Robinson, Van Buren,
Altizer, Hamilton, Tillich…). Las Iglesias, tanto las protestantes y anglicanas
como la católica y la ortodoxa, se abrieron a ciertas reformas institucionales,
pero siguieron aferradas a los significados tradicionales de los dogmas
fundamentales.
Este camino ha fracasado
ya o fracasará. La fidelidad a la Tierra, al Evangelio de Jesús, al Aliento del
Espíritu, y a la certera intuición de Bonhoeffer, exige una transformación más
profunda que ninguna otra que se haya dado en la historia del cristianismo,
salvo aquella transformación que llevó al movimiento de Jesús a convertirse en
religión patriarcal, clerical e imperial. El Evangelio, la humanidad, la Tierra
y el eco de las palabras del pastor teólogo exigen reinventar un “cristianismo
arreligioso” en un mundo arreligioso: reinventar a Dios más allá del teísmo;
redescubrir a Jesús como Cristo más allá del significado literal de los dogmas;
reaprender a leer toda la Biblia y su inspiración más allá de la letra;
reimaginar una Iglesia más allá de todos sus pilares religiosos, patriarcales,
clericales.
Tal vez sea ya demasiado
tarde para emprender esa radical revisión teológica e institucional y para que
las Iglesias, “orando y haciendo justicia”, sean realmente fermento de un mundo
nuevo. Ya no poseen la masa social necesaria para ello. Pero, a corto y medio
plazo, no veo otra alternativa para lo que vaya quedando de las comunidades
cristianas: o intentarlo o resignarse a convertirse en gueto cultural y
reliquia de museo. En cualquiera de los casos, el Aliento de la Vida seguirá
animando el corazón de la Tierra, de la humanidad, del universo entero.
Las
cristianas y los cristianos de hoy, a título individual y comunitario, deberán
dejar toda letra que mata y vivir del espíritu, que es respiro, amplitud, vida.
Vivir la gracia y la liberación del Evangelio de Jesús releído en nuestros
lenguajes y paradigmas de hoy. Y de lo que viven ellas/ellos mismos deberán
ofrecer a todos los demás – cristianos o no cristianos, religiosos o no religiosos,
indistintamente –, y ello por pura responsabilidad y sin sentimiento alguno de
superioridad sobre nadie. Recibiendo de los demás y ofreciendo a los demás
espíritu, vida, aliento, inspiración para una transformación personal y
política profunda. Está en juego la vida común de la humanidad y del planeta.
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