¿POR UNA ESPIRITUALIDAD SIN RELIGIÓN?. José Arregui. Teólogo. Encuentro CCP. Torrox 26/XI/2022

 


XXI Encuentro de Comunidades Cristianas de Base de Andalucía

(Torrox, Málaga, 26 de noviembre 2022)

                                                                                                     

¿POR UNA ESPIRITUALIDAD SIN RELIGIÓN?

José Arregui

Una palabra introductoria

¡Gracias, amigas/os, por invitarme a compartir vuestra búsqueda de humanidad inspirada en estos tiempos de éxodo! Os saludo cordialmente.

Yo vengo de la orilla del Cantábrico, algunos venís de la orilla del Atlántico, y nos encontramos aquí, a la orilla de este Mediterráneo, testigo de tantas culturas y religiones, guerras y migraciones, naufragios y rescates. Testigo del Misterio que nos engendra, nos habita y nos anima, más allá de todas las creencias e increencias que nos separan. Los mares y sus fronteras son creaciones históricas nuestras, al igual que sus nombres, pero todos los mares, en el fondo y en la superficie, son el mismo gran Océano donde emerge y habita la misma Vida, el mismo Espíritu del Génesis que aleteaba o vibraba en las aguas originales de todos los tiempos. Bendecimos el agua, hermana y madre, que nos bendice a los vivientes. Somos hermanas y hermanos, somos uno en el agua, la tierra, el Cosmos entero y el fuego que lo habita y mueve. Aquí nos encontramos, en génesis y en éxodo, en camino hacia el horizonte que Jesús soñó y encarnó, que seguimos soñando y queriendo encarnar siguiendo su estela.

“Por una espiritualidad sin religión”, reza el título de estas reflexiones. Pero debo decir, en descargo propio, que no es un título propuesto por mí, sino por quienes habéis organizado este Encuentro. Formulado como está, parece un slogan, una consigna: hay que promover una espiritualidad sin religión. Yo no me atrevería a decirlo. Viva cada una/o la espiritualidad como mejor le inspire la luz que le guía, el agua de su propio pozo. Sin religión, si así se ve más libre; o con religión, si ésta le ayuda. Vivimos en un tiempo de transición en que el respeto de cada camino ha de ser la consigna común primera. Que quien se sienta movido a liberarse de todo marco religioso (dogmas, culto, iglesia…), sea libre para hacerlo. Que quien aún se siente sostenido e inspirado por palabras, ritos, textos y marcos eclesiales, sea fiel al Espíritu que le habla en la religión, y procure no sujetarse a la letra. Que no se condenen el uno al otro. Que el uno se deje llevar por el Espíritu de la vida más allá de su religión, sin atarse a ella, y el otro más allá de su negación religiosa. Con religión o sin religión, la espiritualidad es siempre “trans-religiosa”. La persona espiritual no es esclava de la religión que profesa ni de su negación. La persona espiritual es consciente del valor relativo tanto de sus afirmaciones como de sus negaciones.

En cualquier caso, vivimos una época en que se generaliza una cosmovisión que hace insostenible el sistema religioso tradicional, como luego insistiré. Es un hecho mayor de nuestra cultura, y merece una atención especial. Una mayoría social creciente se siente totalmente ajena a todo marco religioso establecido. Y no solamente entre quienes han nacido y crecido fuera de dicho marco, sino también entre quienes en su infancia y en juventud o incluso en su edad adulta profesaron y practicaron la religión, pero hoy la sienten extraña, porque su lenguaje les resulta extraño y ya no les inspira vida. No es una consigna ni un proyecto a impulsar, sino un dato cultural, sociológico y planetario a gran escala, un dato que merece ser objeto de reflexión. El aliento vital es lo que importa, y no se identifica ni está supeditado a ninguna creencia, texto, rito, norma ni autoridad “sagrada”.

La vida inspirada es lo que importa. La vida es lo que peligra. Vivimos sin duda, a nivel planetario, los tiempos más turbulentos de los 300.000 años de la especie humana Sapiens. Es verdad que nunca han sido tantos los medios y las posibilidades para promover Bien Común de la humanidad y de la comunidad de los vivientes, pero nunca ha habido tanta guerra, explotación y diferencias, nunca tan pocos han poseído tanta riqueza a costa de la miseria de tantos, nunca la especie humana ha sido tan depredadora y destructora de la Tierra y de la comunidad de sus vivientes.

Me sitúo en esta encrucijada cultural, religiosa, ético-política, cosmo-bio-ecológica. En esta encrucijada espiritual. Empezaré por acotar los términos, con sus equívocos y significados y sus referentes últimos: los horizontes de la vida que nos convoca y arrebata más allá de las fronteras del lenguaje.

1. La espiritualidad: amplitud o respiro integral

Empecemos por despejar un malentendido ligado al término “espiritualidad”: la idea de que designa una vivencia relacionada con “espíritu” en contraposición a “materia”, cuerpo, estructuras físicas o sociales, política… Ese prejuicio sigue estando ampliamente arraigado, y ello explica en parte la actitud recelosa que adopta mucha gente en cuanto escucha o lee “espiritualidad”. Las diversas ciencias, así como todas las filosofías coherentes con la visión científica de la realidad, apuntan a la superación radical de dicha contraposición en todas sus versiones.

La espiritualidad –la mirada profunda, la conciencia expandida de la unión de cuanto es, la praxis inspirada, la libertad hermanada, la comunión universal feliz– no es interioridad en contraposición a exterioridad, pues la interioridad es espacio abierto de encuentro de mí y del otro, de todos los otros más próximos y más lejanos, del todo del que cada uno somos parte, el todo que nos crea y que creamos.

La espiritualidad no es una experiencia o una dimensión o ejercicio personal individual en contraposición a la dimensión social, pues el individuo único que somos cada uno es una encrucijada de caminos, de personas, territorios, pueblos, países, de tiempos y espacios sin fin, habitados por el Espíritu.

La espiritualidad no es lo relativo a la contemplación en oposición a la acción, pues la contemplación es inmersión profunda en la realidad concreta que nos constituye y que constituimos. Inmersión en la quietud activa, en el silencio que habita las armonías y desarmonías que nos envuelven, en la paz y los conflictos que nos afectan –aunque no lo sepamos– y nos interpelan.

La espiritualidad no tiene existencia propia e independiente ni se sustenta en sí. La espiritualidad emerge del conjunto de todas las condiciones que configuran nuestra vida: condiciones geográficas y ecológicas, sanitarias y alimentarias, familiares y sociales, políticas y económicas, educacionales y relacionales…. condiciones sin fin. La espiritualidad emerge del cuerpo social que somos, al igual que la mente en general –imágenes, recuerdos, fantasías, proyecciones, sentimientos, deseos, ideas, emociones estéticas, conciencia más o menos profunda de sí y del mundo del que formamos parte– del cuerpo social en general y del cerebro en particular. Al igual que la vida emerge de las moléculas, que emergen de los átomos, que emergen de las partículas, que emergen de la energía, que emerge… ya no sabemos seguir. Pero la espiritualidad emergente interactúa con las condiciones de las que emerge, y puede y debe transformarlas. Así, la espiritualidad depende de la política (familiar, sanitaria, alimentaria, educativa, informativa…) y debe al mismo tiempo transformarla, volverla más humana, equitativa espiritual. La espiritualidad a-política no es espiritual, no anima, es una contradicción en los términos; la política sin espíritu no es humana, no es ecológica, es destructora de la vida y de su comunión.

La espiritualidad germina y se desarrolla o se malogra en una infinita red de factores que conforman el cuerpo biológico, social, cultural, planetario, cósmico. En un mundo en el que todo es interser, interrelación, interacción. En un asombroso universo o multiverso en el que todo cuanto es se intercrea y recrea desde siempre para siempre, más allá de toda categoría de espacio y tiempo.

¿Qué es, pues, la espiritualidad? Reparemos a su raíz etimológica: sp. Las palabras y sus etimologías son reveladoras. La raíz sp indica la idea de amplitud, y se halla presente en términos como espacio, espíritu, respiro, inspiración…. “Amplitud” es una bella imagen de una realidad y de una vivencia que no cabe en las palabras y en las definiciones. Espiritualidad es amplitud. Espiritualidad es anchura espaciosa, es espíritu que ilumina y alienta, es respiro que dilata y pacífica, es inspiración que abre e impulsa…

La espiritualidad es la hondura de la vida. Al decir hondura de la vida, no debemos pensar en un ejercicio de introspección, en viaje interior a lo hondo de sí, ni en meditación reflexiva sobre la realidad exterior, por necesarios que sean el viaje interior, la introspección y la reflexión sobre la realidad. El fondo de sí y de la realidad no es un lugar interior de difícil acceso, reservado a los cultos e iniciados. El fondo es la autenticidad, la transparencia, la comunión abierta y creadora que somos y que son todas las cosas, más allá de las oscuras redes engañosas del interés egoico en que nos dejamos atrapar tanto a nivel personal como a nivel estructural. Espiritualidad es el ejercicio de la verdad activa de cuanto somos, de cuanto es, la verdad que solo los humildes y puros de corazón pueden percibir y realizar. La espiritualidad es vivir lo Real, liberándolo de la ilusión. La espiritualidad es “experiencia absoluta de la realidad” (Marià Corbí), liberándola de la maraña de nuestros criterios superficiales de utilidad, valor, sentido, ganancia. La espiritualidad es la vida buena, inspirada, alentada, en la consciencia profunda de la universalidad y unidad de la Vida, del Espíritu, del Aliento.

La espiritualidad es también el camino a esa hondura o alma creadora de cuanto es, el camino concreto, individual y colectivo, o el cultivo cotidiano de la experiencia de lo Real en su hondura. Necesitamos aprender a caminar en esa hondura, hacia esa hondura personal y universal. Necesitamos una iniciación, una disciplina, unas prácticas mantenidas. Necesitamos gestos y voces, espacios y tiempos, palabras inspiradoras y silencios reveladores que nos permitan ejercitar la mirada profunda, pacificarnos por dentro y por fuera, inspirar la acción transformadora, fomentar la relación buena y sanadora.

Como se habrá observado, en todo lo dicho en este apartado no he hecho mención alguna de la religión. El Espíritu aleteaba en el corazón de lo que llamamos “materia” antes de que hubiera vida, y en todos los vivientes antes de que hubiera especies humanas, y en todos los humanos antes de que naciera el Homo Sapiens, y en éste antes de que creara mitos, ritos y códigos, imaginara divinidades, les construyera templos y fundara jerarquías sacerdotales, en una palabra, antes de que hubiera construido religiones. Si durante cientos de miles o incluso de millones de años –en los homínidos y en los primeros humanos–, la espiritualidad existió sin religión, es lógico pensar que podrá seguir existiendo sin religión cuando ésta desaparezca.

Volveré a ello, pero será bueno tratar de esclarecer primero qué queremos decir cuando decimos “religión”.



2. La religión, experiencia y forma siempre ambigua

Permitidme que acuda de nuevo a la etimología y las pistas reveladoras que nos ofrece. Si “espiritualidad” se deriva de la raíz sp, que sugiere espacio, amplitud, ¿de dónde se deriva el término “religión” o, más concretamente, el término latino originario religio? Pues bien, no hay unanimidad al respecto, lo que no deja de ser significativo: la polisemia de religión pone de manifiesto la complejidad del fenómeno religioso y su radical ambigüedad.

Apunto las tres etimologías principales que se propusieron ya en la Antigüedad:

1) Un siglo antes de Jesús de Nazaret, el político, filósofo, escritor y orador romano Cicerón, profundo conocedor de los secretos del latín, enseñó que el término religio proviene de relegere (releer, revisar; pero también recoger, reunir). Esta es, a decir de los lingüistas, la etimología más plausible: religio viene seguramente de relegere. La religión sería, por lo tanto, un ejercicio de relectura, de lectura atenta, critica, profunda, veraz, de la realidad.

2) Sin embargo, 300 años más tarde, el filósofo y escritor Lactancio (s. III-IV), convertido al cristianismo, opinaba que religio viene de religare (religar, vincular, unir, atar); la religión respondería, pues, a la constitutiva necesidad humana de crear relación, comunión, comunidad: comunidad entre los practicantes de una misma religión, pero también, ¿por qué no?, entre todos los humanos más allá de todo criterio confesional de “dentro-fuera”; y ¿por qué no también entre todos los vivientes y entre todos los seres del cosmos? Aunque esta etimología, siendo la más popular y la más aducida, sea lingüísticamente discutible o incluso falsa, no deja de ser sugerente.

3) Cien años después, San Agustín de Hipona (ss. IV-V), la figura que mayor autoridad ejerció y mayor impronta dejó sobre la teología cristiana en su conjunto, enseñó que religio proviene de reeligere (reelegir, volver a elegir, elegir a fondo). La religión tendría, pues, que ver, con el deseo y la opción, más concretamente con el deseo más hondo o verdadero del corazón y con la opción libre de dicho deseo profundo. La religión sería, en último término, deseo y opción del bien, del amor (el deseo y la opción por Dios, según Agustín).

Las etimologías apuntadas valen sin duda para hacer entrever la experiencia originaria que, como germen y posibilidad, laten en el hondón del espíritu humano (y del “espíritu” de todos los vivientes y de cuanto llamamos “materia”); dichas etimologías valen igualmente para sugerir el horizonte infinito, inalcanzable, al que aspira el Homo Sapiens, y también a su manera el chimpancé, el petirrojo, la azalea, el agua, el agua, el átomo y la galaxia, el universo entero. En el fondo, las etimologías insinúan experiencia espiritual o “espiritualidad” que dio origen a todas las religiones y que constituye su alma verdadera.

Pero salta a la vista que, para una gran mayoría creciente de la gente, el término “religión” evoca algo bien distinto, algo que incluso puede hallarse en las antípodas de lo que acabo de sugerir al hilo de las diversas etimologías. Para mucha gente, “religión” evoca creencias supersticiosas, formas de imposición, sistemas de poder. Y esa dimensión de la religión es tan real como la experiencia humana profunda que sugieren las etimologías. No hay más que mirar el pasado y el presente de las religiones para ver que la religión, toda religión, es a menudo un sistema de segregación más que de religación universal, de imposición más que de elección libre, de distracción supersticiosa más que de lectura profunda, atenta y crítica de la realidad.

Así pues, el término religión designa dos realidades que, estando relacionadas, son muy distintas y pueden ser contrarias: experiencia y sistema. Una cosa es la “experiencia religiosa” –una experiencia humana profunda vivida en un marco de creencias, ritos, normas, instituciones religiosas– y otra cosa muy distinta es el “sistema religioso” formado de creencias, ritos, normas, instituciones religiosas que pueden suscitar pero también impedir o desfigurar lo más humano de la experiencia religiosa: la experiencia de atención y de comunión, de respiro y de amplitud.

Somos seres físicos, corporales y sociales, y somos seres de lenguaje. No hay experiencia humana pura, sino que siempre se produce y se expresa en una forma concreta, la cual, como toda forma, se transforma sin cesar. Por ello, toda experiencia religiosa, como experiencia humana que es, nace de y se expresa en un cuerpo material, corporal, familiar, social, lingüístico, cultural... La experiencia religiosa es siempre una experiencia cósmica, histórica, cultural. Se expresa en creencias (sobre espíritus y divinidades, sobre el origen del mundo, de la vida y de los males, sobra la muerte y la liberación y el fin de los males), en relatos y mitos, espíritus y divinidades, en templos y tiempos, en ritos de luz y de agua o de pan y vino y aceite, en palabras para evocar lo inefable y hacerlo presente, en códigos de conducta para fomentar la convivencia e impedir el daño, en instituciones para ordenar la vida común…

Evidentemente, todo el cuerpo institucional religioso depende de una cosmovisión determinada y, al igual que ésta, es cultural, histórico, cambiante. Y siempre ambiguo. Lo que puede ser humanizador y liberador puede ser o volverse inhumano y opresor. Y, en cualquier caso, nada (ninguna creencia, rito, código ni institución religiosa) ha permanecido ni permanecerá inmutable. El movimiento, la evolución y la transformación incesante es lo único inmutable, es el motor del universo.

De modo que la experiencia religiosa, como toda experiencia humana, puede ser profunda –que es como decir real, verdadera, humanizadora, creadora, es decir, espiritual–, pero puede ser también engañosa, irreal, inhumana. Y lo mismo puede decirse de toda forma o institucionalización religiosa: puede inspirar o sofocar el espíritu y la espiritualidad. Solo vale en la medida en que ayude a humanizar y liberar, crear respiro y comunión.

La historia muestra que todas las formas e instituciones religiosas han tendido a encerrarse en sí, a absolutizar la forma, a esclerotizarse y a pensar y a hacer creer que en ellas habita la verdad y el bien, más aún, la única verdad y el único bien pleno y verdadero. Las religiones han pretendido, en mayor o menor grado, tener la propiedad del Espíritu y de la espiritualidad, de la esperanza y del respiro, de la vida auténtica y plena. Y en esa medida, el sistema religioso impide o sofoca en alguna medida la auténtica experiencia religiosa, puede volverla inhumana.

3. Revivir la espiritualidad en el ocaso cultural de las religiones

Durante milenios, en una cosmovisión regida por mitos, espíritus y divinidades, las religiones han podido presentarse de manera plausible como garantes del bien absoluto. La revolución del saber en la modernidad empezó a socavar esa cosmovisión y, en consecuencia, el monopolio religioso de la verdad y del bien. Hoy asistimos a la radicalización y generalización del hundimiento de los cimientos culturales sobre el que se han erigido las religiones y su pretensión de ser garantes del destino de la humanidad. La religión institucionalizada ha perdido su privilegio histórico en lo que respecta a la vida profunda, a los grandes valores éticos (respeto, compasión, solidaridad, honestidad, amor, perdón, tolerancia…), a la calidad humana, a la espiritualidad al fin y al cabo.

Pero esa pérdida de privilegio ético, humano, espiritual, no se debe a que los adeptos de las diversas religiones sean menos éticos, humanos y espirituales que en otros tiempos, tampoco a la pérdida de crédito moral de los dirigentes religiosos, sino a que las creencias, ritos y códigos religiosos ya no resultan creíbles, ya no motivan o inspiran la vida. Es una cuestión de transformación cultural, no de valor ético o espiritual. Los creyentes y, sobre todo, los dirigentes religiosos cometen, pues, un grave error de diagnóstico cuando entienden el actual abandono general de las creencias y de las prácticas religiosas como producto de una pérdida de sensibilidad espiritual, de responsabilidad ética, de calidad profunda por parte de la juventud o de la población en general. La crisis de una religión es siempre, en primer lugar, la crisis de su propia credibilidad cultural, la crisis social del paradigma cultural en el que se sostiene.

Y los datos indican que la actual pérdida de credibilidad cultural de las religiones en las sociedades modernas del conocimiento científico y del “desarrollo” tecnológico –con su radical ambigüedad, las desigualdades crecientes, las inquietantes preguntas que surgen sobre el presente y el futuro– es un proceso sin vuelta atrás.

Las religiones son una formación cultural y, por lo tanto, un fenómeno contingente y particular como toda cultura. En consecuencia, toda transformación cultural conlleva siempre una transformación en la interpretación de los credos, en las formas rituales, en las concreciones morales, en la organización de la comunidad religiosa y de sus relaciones de poder hacia dentro y hacia fuera. La historia de una religión es inevitablemente la historia de sus transformaciones. Y con toda religión ocurre lo que ocurre con toda forma viviente: nace, se transforma y muere. Pero su nacimiento nunca es un comienzo absoluto a partir de la nada, sino una transformación de formas preexistentes; tampoco su muerte es un final absoluto, sino una transformación hacia nuevas formas culturales, nuevas configuraciones religiosos o nuevas expresiones del Espíritu y de la espiritualidad irreductibles a ninguna expresión ni institución.

La cosmovisión y la antropología, las categorías y el lenguaje (pecado-culpa, perdón-castigo, sacrificio-expiación, salvación-condenación…), los rituales y la organización social jerárquica y autoritaria, el dualismo metafísico de fondo (Dios-mundo, materia-espíritu, cielo-tierra, naturaleza-ser humano, varón-mujer, vida-muerte, más acá-más allá…), el antropocentrismo metafísico ligado a un geocentrismo cosmológico, la creencia en un Dios omnipotente Creador y Señor que rige el universo, que han servido y sirven aún de soporte a todas las grandes religiones tradicionales datan aproximadamente de unos 4000 años antes de nuestra era, a saber, de hace unos 6000 años. Era un mundo muy distinto del nuestro.

Nuestro mundo está marcado por el aumento exponencial del conocimiento científico-técnico y de la incertidumbre creciente al mismo tiempo, un mundo donde la verdad ha estallado, un mundo de relatividad y de pluralismo.

El nuestro es un mundo en cambio acelerado. Nada perdura. En el mundo antiguo, por el contrario, las culturas, las convicciones profundas, las instituciones sociales (modelo de familia, organización política, estructura económica) duraban milenios, muchos milenios incluso. De los 300.000 años que lleva nuestra especie en la Tierra, la cultura de los cazadores-recolectores se prolongó aproximadamente durante 288.000 años, hasta la revolución agraria, que tuvo lugar en el Oriente Medio hacia el s. X a.C., hace aproximadamente 12.000; la cultura agraria se ha prolongado a lo largo de 11.700 años, hasta la primera revolución industrial iniciada con la máquina de vapor en 1769. Desde entonces, la aceleración se dispara, incontenible e inquietante: la primera revolución industrial duró solo 100 años, hasta la invención de la luz eléctrica en 1879 (cuando Th. Edison fabricó la primera lámpara incandescente); esta segunda revolución industrial solo duró 80 años, hasta la primera máquina controlada por una computadora creada en 1959; la tercera revolución industrial que con ello se inició solo duró la mitad, 40 años, hacia el año 2000, cuando la tecnología nos abrió al internet de todas las cosas. ¿Qué vendrá luego? Puede ser un paso humano decisivo hacia una espiritualidad profunda, ético-político-ecológica-feminista, o puede ser la implosión y el suicidio de nuestra especie en aras de no sabemos qué. Lo que vaya a ser está todavía en nuestras manos, pero pude ser que pronto ya no lo esté.

Sea como fuere, la revolución del saber y su globalización galopante, el desarrollo de la inteligencia artificial –piénsese en el recentísimo programa informático ChatGPT3 creado por OpenAI–, las nuevas biotecnologías, las neurociencias, las imágenes del universo –inimaginables hasta hace pocos meses– que nos brinda el telescopio James Web, la transformación de las estructuras económicas y de las relaciones sociales, el desastre ecológico y humanitario del cambio climático en marcha… y tantas cosas más afectan profundamente a nuestra cosmovisión milenaria, a nuestras hipótesis y creencias sobre el origen y el fin del universo, a la imagen de la Tierra como el único lugar donde el cosmos alberga la vida, al reconocimiento del Homo Sapiens como criatura acabada pero “caída” de su perfección paradisíaca, como sentido, cima y fin de toda la creación, como señor de la tierra y, por lo tanto, centro del universo.

El cambio cultural radical al que asistimos como sujetos activos y pasivos afecta, como no pude ser de otra forma, a los fundamentos mismos del andamiaje sobre el que se sujetan las religiones tradicionales. No creemos lo que queremos, sino lo que podemos creer, según el marco de credibilidad, lo “creíble disponible” (P. Ricoeur) propio de cada época y de cada cultura. Ya no podemos creer que el universo haya sido creado por una divinidad exterior y anterior al cosmos, con la Tierra como centro, el ser humano como cima, el varón como señor de la mujer, y todo ello a pesar del “pecado original” que le hizo perder su integridad físico-espiritual e inmortalidad, la suya y la de todos sus descendientes. Ya no podemos creer en un “Dios” soberano que se revela y escoge a unos y relega a otros, que rige y ordena, castiga o perdona, penaliza o premia, condena o salva, que interviene milagrosamente en el mundo cuando quiere, que revela verdades y normas inmutables, que con su dedo designa a sus representantes en la Tierra. Ya no podemos creer en un “Dios” que, en el transcurso de 13.700 millones de años de este universo en expansión (o en otros infinitos universos de los que no conocemos de momento más que la hipótesis matemática), solo una vez se hubiera encarnado plenamente, y lo hubiera hecho justamente en el planeta Tierra, en la especie Homo Sapiens, en un varón judío, hace 2000 años. Ya no podemos creer que Jesús nació de madre virgen, hizo milagros sobrenaturales, fundó unos sacramentos y una iglesia clerical jerárquica, murió para expiar nuestros pecados, resucitó milagrosamente quedando el sepulcro milagrosamente vacío… y ascendió al cielo, de donde un día volverá. Ya no podemos creer que el cristianismo sea la única religión verdadera y definitiva, ni que la Iglesia católica clerical y romana, presidida por el papa, Vicario de Cristo, sea la única y plena Iglesia verdadera, y que los obispos, presididos por un papa infalible y plenipotenciario y ayudados a su vez por los presbíteros, sean los representantes de Cristo en la Tierra ni que los sacerdotes que los asisten posean en exclusiva la facultad de celebrar la Eucaristía y perdonar los pecados. Ya no podemos creer que después de la muerte del cuerpo –que se corrompe–, sobrevive el alma inmortal, y que alma y cuerpo volverán a unirse al final del mundo, cuando Cristo vuelva para llevar a cabo el Juicio final que abrirá a los justos el cielo eterno, y el infierno eterno a los pecadores muertos en pecado mortal sin confesión.

Todas esas creencias, todo el credo literalmente leído, ha perdido su credibilidad cultural. En consecuencia, se puede decir que el cristianismo del antiguo paradigma toca a su fin. Más aún, pienso que todas las religiones tradicionales basadas en un andamiaje –filosófico, dogmático, ritual, moral, institucional– análogo, se irán desmoronando más pronto que tarde. El desmoronamiento ya es patente en Europa, donde todo indica que el proceso es irreversible. Stephen Bullivant, profesor de teología y de sociología de la religión en la Universidad St, Mary de Londres, en un estudio sobre jóvenes adultos europeos y su relación con la religión (Europe’s Young Adults and Religion, St. Mary’s Universit, 2018), sostiene  que “la religión en Europa está a punto de perecer”. El mismo año, y refiriéndose a Francia, el historiador Guillaume Cuchet publicó un libro titulado Comment notre monde a cessé d’être chrétien. Anatomie d’un effondrement (2018) (“Cómo nuestro mundo ha dejado de ser cristiano. Anatomía de un hundimiento”).

El mismo fenómeno – con la aparente excepción de los EEUU de América, a la que en seguida me referiré– afecta a todos los países en que se va generalizando el acceso juvenil a la Universidad y el cambio de paradigma cultural. No tenemos más que pensar, además de Europa, en países como Canadá, Australia, Nueva Zelanda. En todos ellos, hasta 1750 –comienzo de la revolución industrial–, la asistencia a la iglesia alcanzaba casi el 100%; a mediados del siglo XX había descendido al 65%; en algunos de esos países, hoy se encuentra por el 5%.

¿Y qué decir de la excepcionalidad de los EEUU? ¿Será más bien el hundimiento religioso de nuestra Europa occidental el que es excepcional? Obsérvense estos datos del país norteamericano: 1) del 2009 al 2019, la suma de los que se reconocen como ateos, agnósticos o “nada” subió del 17% al 27%, lo que representa un ascenso de un punto porcentual al año, siendo ese grupo mayoritario (34%) entre los estudiantes entre 18 y 29 años;  la cifra se eleva al 40% entre los estudiantes de la universidad de Harvard. Y a propósito de esta universidad, hay un hecho que es todo un síntoma: en el año 2021, Greg Epstein, un joven rabino ateo, capellán del Movimiento Humanista de carácter no religioso, fue elegido como presidente de los capellanes de las diversas religiones y denominaciones de esa prestigiosa Universidad.

Son reveladores los datos referentes al Estado español: si en el año 2000 solo el 13,2% de la población española se declaraba ateo o agnóstico, en 2019 lo hacía el 27,5%; en el 2021, los no creyentes sumaban el 37,1%, más numerosos que los católicos practicantes; el 63,5% de los jóvenes entre 18 y 24 años no tienen ningún tipo de creencia; en 2001, se casaba por la iglesia el 70% por la Iglesia, mientras que en el 2020 solo lo hace el 20%; la transmisión de la fe es importante solo para el 15% de padres.

En lo que concierne a América Latina, he aquí unos datos que marcan la tendencia: en el 2018, el 59% de sus habitantes se reconocían como católicos, mientras que en 1995 lo hacía el 80% (los pentecostales aumentan hasta los 500 millones); en Honduras, los católicos bajan del 76% de 1996 al 30% en 2018; en Uruguay, en 2018 un 54% dicen no identificase con ninguna religión en particular; en Chile, en una reciente encuesta, los dos tercios de la juventud se reconocen no creyentes.

El futuro concreto es impredecible, pero se puede conjeturar que no es demasiado aventurado pensar que el día en que una amplia mayoría de la población planetaria posea un grado universitario –hoy lo poseen solamente alrededor del 7% a nivel general y el 50% a nivel europeo–, las religiones tradicionales se hallarán más o menos en la misma situación en que se hallan en nuestros días en Europa. Al igual que en Europa, en el horizonte mundial se dibujan tres alternativas para las religiones: transformarse profundamente, desaparecer o quedar reducidas a resto social marginal e insignificante (durante un tiempo más o menos largo hasta la desaparición).

En cualquier caso, todas las religiones, siendo como son formas culturales históricas y contingentes en constante mutación, algún día desaparecerán como en su figura actual.  ¿Qué quedará entonces de ellas? ¿Qué quedará concretamente del cristianismo? Quedarán muchos elementos culturales que hayan creado, despojados del significado propiamente religioso: monumentos artísticos, músicas bellas, textos inspirados, calendarios, expresiones festivas, numerosas huellas lingüísticas… Quedará, sobre todo, aquello que en el fondo inspiró el origen de las religiones, aquello que inspira todo lo bueno y lo bello, aquello que mueve el átomo, el aire y los ríos, aquello que alienta en lo más profundo de los vivientes y de todos los corazones: el Espíritu universal expresándose en mil formas nuevas, alma de todas las formas, libre de todas las formas.

Vivimos en esa encrucijada cultural, religiosa, espiritual: lo viejo caduca, lo nuevo emerge sin forma precisa todavía. El Espíritu sopla en todas partes, renovándose siempre y renovándolo todo sin cesar.

Vivimos una época marcadamente post-religiosa y a la vez post-secular. Una época en la que una mayoría creciente de hombres y mujeres ya no encuentran inspiración ética y aliento vital en las religiones establecidas, pero sienten una sed profunda de ser, sed de comunión universal con cuanto es y vive, sed de confianza, sed de paz en la justicia, de justicia en la paz.

El gran reto espiritual para las religiones es liberarse de las formas obsoletas y dejarse alentar por el Espíritu de la vida. Y el reto decisivo para todas las mujeres y hombres de hoy, creyentes o no creyentes, es no ofuscarse ni en la creencia ni en la increencia, no encerrarse en el interés individualista, en el inmediatismo consumista, en las redes económicas de unos pocos poderosos sin alma, en la sumisión de la política al poder del dinero, en la desigual y asfixiante competitividad de todos contra todos; y no contentarse con el conocimiento superficial meramente matemático, abrirse de par en par a un conocimiento que es vida, renacimiento común planetario, a una experiencia espiritual tan activa y transformadora como el Espíritu.

No se trata de creer ni de dejar de creer, sino de respirar anchura y vivir. Se trata de vivir lo que sugiere la etimología del término “creer”, credere en latín, que se compone de una doble raíz indoeuropea: kerd (corazón, cordial, acuerdo, coraje…) y dheh (poner, dejar, donar, entregar…). Está en juego una nueva economía del Bien Común, una nueva política planetaria fraterno-sororal y democrática. Está en juego nuestro respiro personal y universal. Está en juego la vida buena, nuestra vida fraterno-sororal y feliz, la vida de la humanidad, la vida de la gran comunidad viviente. Respirar el Espíritu de la vida y encarnarlo: en eso consiste la espiritualidad, con religión o sin religión.



4. Testigos espirituales más allá de la religión, hace 2500 años

Nunca la especie Sapiens ha vivido un tiempo de cambio cultural tan radical y acelerado como el que nos ha tocado vivir. En apenas 60 años, muchos de nosotras/os hemos pasado de la era agraria a la era industrial, y de ésta a la era postindustrial. En nuestros caseríos y pueblos de la infancia o de la primera juventud, vivimos inmersos en el paradigma agrario, milenario y premoderno. En la juventud despertamos a la crítica histórica, a la cosmovisión científica, a la búsqueda de racionalidad de la religión antigua. La edad adulta nos ha obligado a otro éxodo más radical todavía; debimos emigrar a territorios desconocidos, seguimos emigrando hasta hoy: del cristocentrismo inclusivista al pluralismo religioso, del diálogo interreligioso a la espiritualidad trans-religiosa o post-religiosa, de la teología de la liberación a la espiritualidad místico-política y ecoliberadora, de la teología antropocéntrica y patriarcal a la teología ecofeminista… Y ahí estamos. Es fascinante y exigente a la vez.

Sin embargo, no somos los primeros en vivir, en el fondo, esta experiencia de éxodo cultural, espiritual y teológico. La experiencia espiritual, para quien haya estado dispuesto a vivirla a fondo, siempre ha sido experiencia de radical desapego de toda creencia y aparato religioso. “Sal de tu tierra”, dice Dios a Abraham (Gn 12,1). Ahora bien, hay una época especial de la historia en la que esta experiencia adquirió una densidad, hondura y globalidad llamativa: es el “tiempo eje” (K. Jaspers), entre el s. VIII y III a.C. o antes de la era común. Desde China hasta Grecia, tuvo lugar una verdadera revolución filosófica, ética y religiosa. Citaré únicamente nombres de varones de esa época. Sin duda, en ese tiempo como en todos los tiempos, existieron tantas mujeres como varones de experiencia espiritual profunda, pero, salvo raras excepciones, el sistema patriarcal vigente les impidió el acceso a la enseñanza y la escritura.

En China, Confucio se desinteresó de espíritus y divinidades del más allá, y se centró de lleno en la enseñanza y la praxis de una nueva política fundada en la benevolencia (jen). Laozi abandonó ritos y creencias religiosas y se sumergió en la mística de la naturaleza y en la ética de la bondad.

En la India, Sidharta Gautama, el Buda o Iluminado, descubrió y enseñó las “cuatro verdades”, el camino de la liberación del sufrimiento a través de la liberación del deseo, del ego con todos sus engaños, siendo la dependencia de todo dogma y rito religioso una muestra de deseo egoico. Igualmente, Mahavira (fundador del jainismo) vivió una experiencia espiritual profunda sin dioses, basada en el amor de todos los seres y expresada en una práctica radical de la no-violencia. Las Upanishads constituyen un testimonio místico y filosófico cimero de la experiencia espiritual que transciende toda representación del Brahman-Atman, es decir, de la Realidad absoluta en todas sus múltiples formas individuales.

En Persia (Irán), Zoroastro –tal vez un poco antes del “tiempo eje” propiamente dicho–, llevó a cabo una crítica radical del politeísmo y ahondó la experiencia y el culto de la divinidad única, sin otra imagen que el fuego, y se centró en la lucha ética del bien contra el mal, en la esperanza mesiánica del fin de todos los males de este mundo y de la emergencia de un mundo nuevo sin males, un paraíso en el que todos los seres humanos alcanzarán su liberación integral y eterna. La cosmovisión y la teología mesiánica apocalíptica de Persia ejercerá una impronta decisiva en los profetas judíos (incluido Jesús) y en la Biblia judeo-cristiana en general.

El “tiempo eje” tiene un claro reflejo en Israel: Amós, Isaías, Jeremías… efectuaron una profunda crítica de la religión del templo con sus ritos vacíos y con su clero aliado al palacio real. Isaías predicó con fuertes acentos la fe en el “Dios único”, que en el fondo conlleva la superación del teísmo tradicional. En la literatura bíblica (referida a tiempos muy anteriores pero escrita en buena parte en el “tiempo eje”) descuellan no pocas figuras, verdaderos iconos de una espiritualidad del exilio, del tránsito a una experiencia más allá del marco religioso convencional heredado: en el vado de Jabok, Jacob, exiliado y fugitivo, lucha con el “Dios de los padres” y lo vence (!), pero del lance sale herido y a la vez bendecido (Gn 32). Moisés descubre el misterio liberador e inefable, sin nombre, del YO SOY (Ex 3) en el monte Horeb, de Madián, territorio “pagano” muy lejos de la “tierra elegida”. Elías, padre del profetismo, defensor un tanto intolerante y violento del “Dios único”, fugitivo también él, en el monte Carmelo debe desaprender lo que sabe de Dios (el viento, el terremoto, el fuego) y reconocerlo en el “ligero susurro”, el silencio y el vacío (1 R 19).

Pasemos a Grecia, cuna de la cultura europea junto con la tradición bíblica y el legado de los antiguos pueblos indígenas de Europa. Entre los siglos VII y VI antes de nuestra era, antes del dualismo metafísico (místico o racional) conceptualizado por Platón y Aristóteles, discípulos de Sócrates, hubo en Grecia pensadores “científicos” y místicos a la vez que superaron radicalmente la teología de los mitos antiguos con su grosera teología antropomórfica, experimentaron el misterio sin nombre del Uno insondable, y acertaron a decirlo con metáforas abiertas más que con conceptos definidos. Transcendieron toda forma o representación divina, afirmaron el Misterio de lo Real sin forma alguna asignable. Marcaron el comienzo de una época nueva en la filosofía y en la religión – filosofía religiosa y religión filosófica– griega. Destacan Tales de Mileto, Pitágoras, Parménides, Heráclito.

Tales de Mileto, filósofo, matemático, geómetra, físico y legislador, nunca habló de “Dios” en singular, ni se interesó por los distintos dioses de la mitología, pero se le atribuye la afirmación –sea o no históricamente verídica– de que “el mundo está lleno de dioses” (que es como decir “lo divino”). Y enseñó que el agua es la “arjé” –el principio originario o realidad primera o fondo último de todo–, o la metáfora de lo divino, de “Eso” que mueve todo cuanto es, “Eso” que anima el universo, que constituye el “alma” de todos los seres, no solo de los seres humanos. Pitágoras, pensador místico fascinado por los números, calificado como “primer matemático puro”, aplicó la matemática lo mismo a la astronomía que a la música, criticó la imagen de los dioses presente en los mitos; enseñó que Dios es único, pero con ese término no se refería a un soberano supremo y separado del mundo, sino al Uno eterno que rige y unifica el universo con la justicia-justeza representada por los números. A lo Real fundante e indecible se refiere con la metáfora de la esfera y del “fuego central” y de su movimiento circular que lo abarca y anima todo. Inspirará la célebre definición –irrepresentable e inexpresable – que ofrecerán de de Dios de “Los 24 filósofos” de la Edad Media: “Dios es una esfera infinita cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna”. En cuanto a Parménides, en un rapto, iluminación o inspiración –poética, gnóstica, mística– fue “conducido” por la luz de la “deidad” a la conciencia profunda de LO QUE ES, el SER uno, eterno, ingénito e imperecedero. Y plasmó su experiencia en su famoso “Poema”: lo Uno o el SER, que no puede no ser ni puede ser dicho, transciende absolutamente toda figura de divinidad concreta. Heráclito, filósofo de Éfeso, autodidacta y ermitaño, al igual que repudia las imágenes de los dioses de la mitología, repudiaría también tanto la figura bíblica del Dios Creador como la idea del motor inmóvil de Aristóteles. “Dios” es más bien la Realidad eterna que es y se manifiesta en todo como movimiento universal: panta rei, todo fluye, deviene, evoluciona, se transforma regido, por el orden o la justicia o la relación, la Racionalidad o el Logos de la armonía universal. La Realidad eterna es como un río, donde el agua nunca es la misma ni adopta la misma forma, pero siempre es lo mismo, agua que fluye en perpetuo movimiento. Es como el Fuego, agente transformador de todo y símbolo supremo de lo Real originario. “Este mundo no lo hizo ninguno de los dioses ni ninguno de los hombres, sino que siempre fue, es y será fuego vivo”, escribió.

Se dice con razón que hoy vivimos un segundo “tiempo eje”. Más exacto sería tal vez decir que vivimos la culminación global de aquella revolución espiritual y filosófico-teológica que se abrió hace unos 2500 años. En cualquier caso, la metamorfosis cultural y por lo tanto religiosa que vivimos hoy es mucho más radical y universal que la que se vivió y se pudo expresar en aquella época. El gran desafío cultural de nuestros días es, justamente, el de vivir y fomentar una espiritualidad laica en una sociedad que ya no se reconoce en ninguna religión, pero que necesita –necesitamos– el aliento de la vida.

5. La espiritualidad inspiradora de Jesús más allá de religión

No existe el Espíritu sin forma, sin cuerpo, sin vida que lo encarne. Ni se encarna plenamente en ninguna forma. O tal vez sí, en cada forma se encarna plenamente, pero ninguna lo expresa plenamente y de una vez para siempre. Por otra parte, cada uno necesitamos nuestra propia forma –nuestro lugar, nuestras raíces, nuestra historia y cultura– para dar lugar al Espíritu universal y encarnarlo y dejarnos abrir a todas las formas, libre de todas las formas.

Por eso dedico un apartado propio a la espiritualidad de Jesús de Nazaret. Lo hago porque la mayoría de nosotros hemos aprendido a respirar y vivir al aire de Jesús, porque él ha inspirado y sigue inspirando nuestra praxis esperanzada más que ninguna otra figura, porque él ha nutrido y sigue nutriendo nuestras raíces vitales, porque en nuestras complejas encrucijadas vitales, históricas y contingentes, y de la mano de muchas hermanas y hermanos, nos encontramos con él, y sus ojos nos iluminaron y en ellos nos reconocimos, y su mirada particular nos enseñó y nos sigue enseñando a reconocer el mismo Espíritu universal, libre y liberador, en todas las formas.

Pero no por ello necesitamos afirmar que Jesús sea la única encarnación plena del Espíritu universal creador de vida. Ni necesitamos afirmar que Jesús fuera un ser humano perfecto, perfectamente animado por el Espíritu de la libertad y de la plena fraternidad-sororidad feliz. Ni siquiera necesitamos afirmar que fuera el más perfecto o espiritual de todos los seres humanos. Jesús fue un varón judío, un Homo Sapiens de hace 2000 años en un universo evolutivo en expansión con cientos de miles de millones de galaxias, con incontables planetas probablemente habitados por la vida en formas que desconocemos y en evolución hacia un futuro inimaginable. Es un universo nacido del Big Bang hace 13.700 millones de años que pudiera ser uno más en un multiverso infinito. Sin embargo, la figura particular y humilde, humana y libre, de Jesús nos inspira y anima.

Jesús nos inspira en nuestra búsqueda de espiritualidad más allá de toda religión. ¿Pero acaso no fue Jesús de Nazaret un judío religioso de su tiempo? ¿Cómo decir, pues, que su figura puede inspirar nuestra espiritualidad en esta época de transición hacia una espiritualidad en una época post- o trans-religiosa? Apunto al respecto dos observaciones que me parecen decisivas, tanto para nuestra manera de leer los evangelios en general como para el tema que nos ocupa aquí en particular: una constatación acerca del “Jesús histórico” y una reflexión sobre el criterio que nos debe guiar ante los  diversos rostros de Jesús que encontramos en los relatos evangélicos.

La investigación actual sobre el Jesús histórico está básicamente de acuerdo en que Jesús fue un judío creyente fiel, un judío creyente de su tiempo. De ningún modo se puede decir como se afirma a veces con la mejor intención, que el Jesús histórico no fuera “religioso”, o que hubiera roto con la religión judía. Creía en el “Dios de los padres”, confiaba en su intervención en todo momento, le rezaba tres varias veces al día por lo menos, leía las “Sagradas Escrituras”, cumplía en general las normas de pureza ritual, asistía a la sinagoga, veneraba y visitaba el Templo de Jerusalén, “casa del Altísimo”, lugar del “Santo de los santos” en la tierra. Su espiritualidad fue religiosa, como la de la inmensa mayoría de los judíos y de la gente de su tiempo en general. Es un dato histórico bastante indiscutible.

Dicho esto, la investigación histórica pone de manifiesto la enorme pluralidad de corrientes judías existentes en la época de Jesús: no se daba ni de lejos unanimidad de posturas sobre el canon de las escrituras reconocidas como inspiradas, ni sobre el sábado y otras normas rituales, ni sobre la autoridad última, ni sobre el papel del templo en Israel. Fue una época de profundo malestar social, política, cultural y religioso para los judíos. Una época de fragmentación y de renovación en el seno del judaísmo. Y Jesús no vivió al margen, no se estancó, no se aferró al sistema establecido. Presintió, deseó, soñó, optó. Impulsó una renovación integral y radical, también religiosa. Y arriesgó su vida en ello. A pesar de ello, nunca rompió con el judaísmo. Quiso reformarlo, siguiendo y prolongando la estela de su maestro Juan Bautista, pero nunca se propuso romper con la religión de sus padres. Menos aun quiso fundar otra religión.

Sin embargo, en los relatos evangélicos nos encontramos a menudo con gestos y expresiones de Jesús que se sitúan en franca ruptura con el judaísmo predominante. ¿Cómo conciliar este hecho con la afirmación del Jesús histórico fiel a su religión? La investigación histórico-crítica demuestra que tales gestos y expresiones –en realidad todo cuanto se narra acerca de Jesús– no reflejan tanto la mentalidad del Jesús histórico, sino la de las comunidades cristianas en cuyo seno surgieron los relatos que describen a un Jesús hostil a los fariseos, al templo, al sistema establecido.

Y se comprende que así suceda, pues casi todos los evangelios (canónicos y apócrifos) fueron escritos después del año 70, fecha de la destrucción del templo de Jerusalén por el ejército de Tito y Vespasiano. Y con el templo desaparecieron de la escena religiosa los sacerdotes, al igual que los saduceos; los escribas o rabinos pasaron a ocupar la autoridad religiosa suprema, y se fue acentuando la tensión entre ellos y los seguidores del movimiento de Jesús. Pablo constituyó un factor decisivo en esta conflictividad, pues él traspasó dos de los hilos rojos simbólicos más importantes del judaísmo rabínico, a saber, la exención de la circuncisión para los paganos convertidos al cristianismo y su comensalía con cristianos circuncidados. A finales del siglo I, la ruptura era total, y esa ruptura se refleja en los relatos evangélicos.

La pregunta es inevitable: ¿cuál de los dos es el auténtico Jesús? ¿El profeta de espiritualidad a la vez crítica y fiel a la religión judía o, más bien, el profeta de espiritualidad libre y creativa en ruptura con la religión de los padres? Creo que la pregunta no es pertinente y en cualquier caso no tiene respuesta, al igual que la pregunta por el Jesús estrictamente histórico. Los evangelios reflejan un Jesús plural, a veces incluso contradictorio.

Y no se trata de buscar hacerlos concordar artificiosamente. No podemos volver a una lectura acrítica. Pero tampoco es razonable ni espiritual que cada uno adopte la figura de Jesús –y la espiritualidad– que más le guste, sin más. Menos aun que todo el mundo tuviera que sujetarse o bien al dogma ortodoxo o bien a la historia “científica”. El Espíritu no se sujeta a ninguna letra: ni a la letra del dogma ni a letra de la historia, por lo demás siempre insegura. La búsqueda del “Jesús histórico” tiene sentido, pero al final no podemos sino quedarnos con el Jesús narrado de los relatos evangélicos, con sus rasgos plurales, a veces contradictorios, y nos quedamos con lo que nos inspira de más humano y transformador.

La lectura espiritual del evangelio es aquella que nos inspira, aquella que nos abre al espíritu o a la espiritualidad que movió a Jesús: espíritu libre de toda letra, espíritu de tolerancia y amplitud, espíritu de creatividad y de transformación. El espíritu que emana de la figura evangélica de Jesús, con su particularidad histórica contingente, su pluralidad irreductible, su universalidad inclasificable. No nos atan sus formas históricas, ni los dogmas posteriores, pero su espíritu nos inspira.

Nos inspira su fidelidad creativa, su insistente enseñanza en que el “sábado es para el ser humano” y no a la inversa (Mc 2,27), en que la salud es el criterio de todas las normas, en que ninguna “tradición humana” está por encima de la vida (Mc 7,8) (y no se olvide, todas las creencias, ritos y normas son tradiciones humanas). Nos inspira, haya sido o no contada por el Jesús histórico, la parábola del buen samaritano, que constituye la crítica más dura imaginable contra la religión del templo y de la letra, y el reconocimiento más sorprendente del espíritu de la bondad en el hereje o el “pagano” que era el samaritano a los ojos de los judíos. Nos inspiran las decisivas palabras proféticas que Jesús hace suyas: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13, citando Os 6,6). Misericordia quiero y no divinidades, templos, códigos y credos. Nos inspiran las palabras que dirige a la mujer samaritana (una samaritana de nuevo): “Créeme, mujer, está llegando la hora, mejor dicho, ha llegado ya, en que para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni a Jerusalén” (Jn 4,21). Y a Nicodemo: “El Espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,8).

Nos inspira y acompaña su libertad rebelde, su vida samaritana, su compasión sanadora, su comensalía abierta, su fraternidad solidaria y festiva, su esperanza comprometida, su confianza profunda, su solidaridad liberadora, su ser “para los demás”. Su figura particular nos inspira y nos abre hacia el horizonte absoluto del Espíritu. Todas los demás dogmas y doctrinas son palabras pasajeras y, una vez perdido su sentido inspirador, están de sobra.



6. Dios o el Espíritu más allá del “Dios” teísta           

            Empezaré por recoger la definición de los términos teísmo y dios que ofrece la RAE (diccionario de la Real Academia Española). Teísmo: “Creencia en un dios como ser superior, creador del mundo”. Dios: “Nombre sagrado del Supremo Ser, Creador del universo, que lo conserva y rige por su providencia”. En muchas religiones se reconoce la existencia de varios o de muchos “dioses”, aunque prácticamente siempre se reconoce al mismo tiempo una figura suprema que de alguna forma los preside. (Advierto de paso que el término Dios, contra lo que puede parecer, no proviene del griego Theós, sino del latino Deus, derivado de la raíz protoindoeuropea dyew, “resplandor celeste”; en cuanto al griego Theós, se deriva de otra raíz protoindoeuropea: dhes, muy presente en conceptos referidos a lo sagrado, lo real misterioso).

Pero dejemos de lado definiciones, etimologías y disquisiciones lingüísticas, con todas sus ambigüedades. Quedémonos con que todos los nombres o conceptos y las imágenes asociadas a ellos son constructos mentales, culturales. Los restos arqueológicos conocidos indican que los panteones divinos (con una divinidad al frente en general) surgieron por primera hace aproximadamente 7000 años en Irak. “Dios” nació en Irak. Y nótese que escribo “Dios” entre comillas cuando se refiere al significado o constructo mental: un Ente Supremo, creador del mundo, distinto y anterior al mundo. Escribo Dios sin comillas cuando me refiero al Misterio infinito, indefinible, indecible.

La oscura experiencia de Dios, la experiencia de lo Real como Misterio primero, salvador e indecible, presente como fondo de toda experiencia y de toda realidad perceptible, es el origen de la “espiritualidad”. Pero Dios se convirtió en “Dios”. La mayoría de las sociedades antiguas de todos los continentes concibieron y expresaron una imagen mental concreta de un Ente superior, y esa figura conceptual e imaginaria se convirtió en soporte fundamental de la cosmovisión, de la ética personal y social, de la cohesión social, del orden establecido, también del desorden establecido. “Dios” se convirtió en fundamento y eje de la religión en cuanto andamiaje imaginario y corpus institucional de la espiritualidad.

Hoy, “Dios” ha dejado de ser creíble para una inmensa mayoría de la sociedad de la que formamos parte. Hace todavía unas décadas, los teólogos se empeñaban en escrutar el “eclipse de Dios” e interpretar sus porqués. La crisis de “Dios” era para muchos el síntoma inquietante de una pérdida de espiritualidad. Hoy somos conscientes de que se trata fundamentalmente de un proceso cultural. Una transformación cultural por la que “Dios” ya no es necesario para explicar el origen de este universo o de todos los universos, ni para justificar la ética, ni para garantizar la cohesión social, ni para consolarnos en nuestras desgracias con la esperanza de un más allá después de la muerte, ni para comprometerse por la justicia y la paz planetaria entre todos los vivientes. Nunca existió “Dios” como causa primera de todo, como categoría filosófica necesaria, como recurso explicativo y emocional humano.

Ya lo habían advertido todos los grandes místicos de todos los tiempos, incluso en el seno de las religiones monoteístas. Pensemos en la Cábala judía, en el sufismo musulmán. Pensemos en Eckhart, que distingue el “Dios” pensado con atributos y la Divinidad impensable sin atributo alguno, el “Dios” que es algo y la Nada que es todo. Ahora ha desaparecido el constructo cultural. “Dios” no es necesario para respirar, esperar, inspirar. A eso se refiere el loco de La gaya ciencia de Nietzsche cuando dice “Dios ha muerto”. Tenía razón.

Lo de menos es cómo calificamos nuestra época cultural: si la calificamos como no-teísta, post-teísta o trans-teísta, o como atea o como an-atea (según el neologismo “anateísmo” propuesto por R. Kearney para indica más allá del teísmo y del ateísmo). Lo cierto es que ya no podemos creer en un “Dios” Ente Supremo Creador, distinto y anterior al mundo creado. En un personaje soberano y absoluto que lo rige todo, que se revela y elige, se oculta y relega, premia y castiga, absuelve y condena.

¿Y qué queda cuando desaparece “Dios” de nuestro horizonte mental personal y colectivo? Queda Todo, salvo nuestro constructo cultural. La desaparición del constructo mental “Dios” y del constructo cultural “teísta” no nos condena al positivismo científico-técnico ni al “nihilismo” ético-cultural, ni a la soledad o al desamparo cósmico, ni al desconsuelo en nuestros dramas personales y colectivos. Después de “Dios” queda lo Real con todo su Misterio. Después de “Dios” queda Dios.

Quedan también humildes metáforas que lo/la revelan más allá de lo dicho. Así, a Dios podemos llamarlo, por ejemplo, Fuego, Llama, Luz. O Agua, que mana, fluye y hace vivir. O Fuente, realidad fontal. O Fondo, de donde constantemente emerge todo real verdadero. O Creatividad, inagotable potencialidad autocreadora que anima cuanto es, desde las partículas atómicas hasta las galaxias en expansión. O Conciencia cósmica que encarnamos. O Memoria cósmica en que todo revive. O Relación universal. O Silencio revelador. O Energía originaria. O Aliento, Espíritu, Alma de todo. O , Yo, Nosotros.

Dios no se encierra en ninguna definición, en ningún término, en ningún significado. No lo expresa la palabra por lo que dice, sino por lo indecible al que se refiere y al que nos remite. Y eso es una metáfora: una expresión o figura que nos conduce a lo Real más allá del significado.

Dios no es Algo, pero es en todo, el puro SER de todo. Y lo/la vemos, palpamos, escuchamos, olemos y gustamos en todo. Lo/la veneramos, adoramos, amamos en todo. No es personal en el sentido habitual del término: Alguien que piensa, siente, decide y es consciente de sí frente a lo otro exterior. No es un sujeto, un tú, un yo, una persona distinta de otra persona. Pero es el Yo profundo de todo yo. Es el Tú en todo tú, y el Tú profundo que es cada uno para sí. No le rezamos para que intervenga para realizar lo imposible o para evitar lo inevitable, pero lo invocamos con devoción y confianza en cada piedra y en cada gota, cada planta y cada animal, cada rostro y cada ojo, cada fiesta y cada duelo, cada risa y cada llanto, cada gozo y cada herida. No es Uno ni Muchos, pero es la Comunión de cuanto es, el puro Interser de todos los seres.

La espiritualidad no está necesariamente relacionada con “Dios”, pero sí con Dios, la plenitud de realidad de todo lo real, el SER o lo Real que nos hace ser y que hacemos ser, plenitud más allá de todo parámetro temporal y de la distinción entre pasado-presente-futuro. La espiritualidad no requiere de por sí la negación de “Dios” y de sus imágenes, o de credos y rezos, pero tampoco de por sí tiene nada que ver con creer o pensar que existe un Ente Supremo. La espiritualidad, con “Dios” o sin “Dios” –cada vez más sin “Dios”– consiste en confiar en lo Real, lo verdaderamente real, la bondad feliz universal que es en todo; consiste en acogerlo y dejarse acoger en todo. La espiritualidad real es vivir del Aliento vital que lo mueve todo y darle forma, encarnarlo, realizarlo, crearlo.


7. Un testigo excepcional en nuestro tiempo: Dietrich Bonhoeffer (1906-1943)

Termino estas reflexiones con una rápida referencia a un testigo excepcional de una espiritualidad para un tiempo del fin cultural de la religión y del teísmo tradicional.

Conmueve imaginar a un joven pastor luterano de 37 años, brillante profesor de teología, extraordinariamente dotado de corazón, inteligencia y palabra, miembro destacado y peligrosamente comprometido de la Iglesia confesante antinazi, encerrado en una estrecha celda oscura de 2 x 3 m. y sumido en reflexiones teológicas. En sus entrañas sensibles y en su mente lúcida bullen interrogantes que sacuden todas las certezas: "Cómo hablar del cristianismo al margen de todo lenguaje religioso? ¿Cómo hablar de Dios sin religión?". ¿Será que el mundo, y sobre todo Europa, esta Europa ilustrada y convulsa, está abandonando la vida por negar a Dios? ¿O será que debe negar al “Dios religioso” tapa-agujeros, para poder encontrar a Dios como gracia de vivir en libertad y bondad, más allá de la religión y de todos sus credos, normas y cultos? ¿Qué es, pues, Dios? ¿Y quién es Cristo para nosotros hoy? ¿Tiene algo que ofrecer todavía el cristianismo? ¿Qué cristianismo, qué Iglesia? Son nuestras preguntas 80 años después.

Siente la imperiosa necesidad de una nueva teología, un nuevo lenguaje para hablar de Dios, de Jesús, para anunciar el Evangelio a un mundo que ni entiende ni puede aceptar las creencias tradicionales ligadas a una cosmovisión y antropología en ruinas. No llegó a elaborar la teología que intuía. De él nos ha quedado un pensamiento fragmentario, inacabado: fue ahorcado a sus 39 años, de los que los dos últimos los pasó en la cárcel.

Destaco, a modo de muestra, tres expresiones programáticas del autor, tomadas de sus escritos de prisión – publicados en Resistencia y sumisión -, sobre todo de la carta escrita a su amigo Eberhard Bethge el 5 de mayo de 1944:

1) “Es necesario un cristianismo no religioso”. Constataba el retroceso imparable de la religión y el avance sin retorno del ateísmo, y afirmó que este mundo ateo “está más cerca de Dios que cuando éramos menores de edad, iletradas, inconscientes”.

Bonhoeffer invierte, pues, la interpretación teológica tradicional del ateísmo, y eso presupone una profunda metamorfosis de la noción misma de “Dios”, de Cristo, del cristianismo, de la fe, de la Iglesia. Nos ofrece bocetos parciales de una nueva teología, iluminadora si sabemos entenderla y aplicarla hoy con honradez intelectual y vital. Pero una cosa vio en la cárcel con meridiana claridad: la religión (creencias, ritos, códigos) no es más que es un ropaje histórico, cultural, prescindible.

Nuestro “trabajo humano es la Fe”, escribe, pero la fe no tiene que ver con creencias, sean religiosas u otras. El ser humano, sostiene, no es un homo religiosus. La religión no le constituye esencialmente. La “fe”, sí.  La fe es la confianza en esa inspiración que emana de lo más hondo del mundo, que permite vivir a fondo –en un marco religioso o no religioso, pero más allá de todo marco– nuestras tareas y fiestas, éxitos y fracasos, alegrías y sinsabores, certezas y perplejidades, y “arrojados en los brazos de Dios” con “Dios” o sin “Dios”. Esa es la espiritualidad, la verdadera “fe” en el Espíritu.

2) Cristo es “señor de los arreligiosos”. “Cristo” significa para Bonhoeffer “ser para los demás”, o diríamos, mejor, ser inseparablemente desde, por, con y para los demás, todos los seres. Y conlleva darse hasta morir. Y en eso mismo consiste en última instancia ser persona humana, o bonobo, petirrojo, gusano, agapanto, agua, bosón, estrella, galaxia o agujero negro… Ser desde, con y para y darse hasta morir: eso es lo que hizo Jesús, aunque no fuera perfecto. Se dio y fue crucificado. Pero morir por darse es vivir, es resucitar a una vida que no muere, a la Vida que late en todo cuanto es.

El “trabajo” o la “misión” del cristiano es vivir las alegrías y los sufrimientos de la vida humana en el mundo con Jesús, como Jesús. Pero también a la inversa: el “trabajo” o la “misión” del Jesús particular o del “Cristo universal” es gozarse de las alegrías humanas y cargar con sus tareas u dolores, vivir cargado con el peso del mundo y animado por la “materia” que es en el fondo pura energía, que no sabemos qué es ni de dónde viene, pero de la que emergen constantemente nuevas formas de ser y de vida. En eso consiste la “mundanidad” o la “intramundanidad” de Dios, y en eso consiste la espiritualidad para nuestro tiempo, más allá de conceptos y esquemas superficiales, incluso vacíos, ”panteísmo”, “inmanencia” y transcendencia”.

3) “Vivir ante Dios sin Dios”. En la cárcel de Tegel, entre sus compañeros militantes de la justicia y ateos, Bonhoeffer llegó a la convicción de que ya no podemos creer en un “Dios” Ente Supremo omnipotente y extrínseco. Cayó en la cuenta de que el “Dios hipótesis” explicativa, el Deus ex machina al que recurrimos es irreal, no existe.

Sin embargo, descansaba en las manos de Dios: en lo más hondo de sí y del mundo tan turbulento que le había llevado a aquella cárcel, y en la luz vacilante de los ojos de sus compañeros de prisión percibía una Presencia segura, el deseo, la aspiración y la inspiración que todo lo mueve, el poder de la bondad más fuerte que la muerte. No hay “Dios”, pero podemos vivir en Dios, es decir, podemos vivir en paz y perderlo todo o darlo todo en paz a pesar de todo, y subir los escalones del patíbulo, como Bonhoeffer los subió, desnudo, libre y en paz. El secreto es saber mirar, percibir, sentir, compadecer, fraternizar, vivir más a fondo.

Llevamos muchas décadas de retraso después de las últimas palabras de Bonhoffer que, a su vez, quiso recuperar siglos de retraso de la Iglesia que se dice seguidora de Jesús, apunto más allá de la religión y de la imagen teísta tradicional del Misterio último y fontal. Karl Barth, el teólogo referente más descollante e influyente de las Iglesias protestantes de los años 40 y 60, se sintió desconcertado por la teología del último Bonhoeffer, por su apelación a un “cristianismo arreligioso”, se pronunció contra él y contra unos pocos que se atrevieron a tomar su relevo (Harvey Cox, Vahanian, Robinson, Van Buren, Altizer, Hamilton, Tillich…). Las Iglesias, tanto las protestantes y anglicanas como la católica y la ortodoxa, se abrieron a ciertas reformas institucionales, pero siguieron aferradas a los significados tradicionales de los dogmas fundamentales.

Este camino ha fracasado ya o fracasará. La fidelidad a la Tierra, al Evangelio de Jesús, al Aliento del Espíritu, y a la certera intuición de Bonhoeffer, exige una transformación más profunda que ninguna otra que se haya dado en la historia del cristianismo, salvo aquella transformación que llevó al movimiento de Jesús a convertirse en religión patriarcal, clerical e imperial. El Evangelio, la humanidad, la Tierra y el eco de las palabras del pastor teólogo exigen reinventar un “cristianismo arreligioso” en un mundo arreligioso: reinventar a Dios más allá del teísmo; redescubrir a Jesús como Cristo más allá del significado literal de los dogmas; reaprender a leer toda la Biblia y su inspiración más allá de la letra; reimaginar una Iglesia más allá de todos sus pilares religiosos, patriarcales, clericales.

Tal vez sea ya demasiado tarde para emprender esa radical revisión teológica e institucional y para que las Iglesias, “orando y haciendo justicia”, sean realmente fermento de un mundo nuevo. Ya no poseen la masa social necesaria para ello. Pero, a corto y medio plazo, no veo otra alternativa para lo que vaya quedando de las comunidades cristianas: o intentarlo o resignarse a convertirse en gueto cultural y reliquia de museo. En cualquiera de los casos, el Aliento de la Vida seguirá animando el corazón de la Tierra, de la humanidad, del universo entero.

Las cristianas y los cristianos de hoy, a título individual y comunitario, deberán dejar toda letra que mata y vivir del espíritu, que es respiro, amplitud, vida. Vivir la gracia y la liberación del Evangelio de Jesús releído en nuestros lenguajes y paradigmas de hoy. Y de lo que viven ellas/ellos mismos deberán ofrecer a todos los demás – cristianos o no cristianos, religiosos o no religiosos, indistintamente –, y ello por pura responsabilidad y sin sentimiento alguno de superioridad sobre nadie. Recibiendo de los demás y ofreciendo a los demás espíritu, vida, aliento, inspiración para una transformación personal y política profunda. Está en juego la vida común de la humanidad y del planeta.



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