En unas sociedades materializadas por la vorágine consumista, no reparamos en los rincones de la vida y olvidamos leer el libro de la naturaleza, de la que tanto habría que aprender y asombrarse. El ser humano es más que animal y racional, y su naturaleza más profunda se orienta hacia una espiritualidad que le conduce a la admiración y el misterio, a través de preguntas no siempre de fácil resolución. La naturaleza ha sido –y continúa siendo para muchos pueblos- sagrada. Morada de espíritus y deidades, hermosa forma de interpretación de quienes quedaban hechizados por el espectáculo de la existencia, a la manera de una gran orquesta que envuelve y eleva el corazón toda persona sensible. Gracias a esta visión, muchos espacios han sido protegidos y su biodiversidad preservada. Cuando la brutalidad y la ignorancia llegan a la conquista de “tesoros”, no solo se destruye lo externo, algo importante se quiebra también en nuestro ser personal y comunitario.
Nos levantamos y no damos las gracias por el día que se nos regala. Prestamos poca atención a todos los mecanismos vitales que suceden en nuestro organismo, que buscan siempre nuestro mejor tono. No estamos atentos al milagro de respirar, caminar o sentir. No observamos lo suficiente los cambios en los árboles de nuestras calles ni en las aves que nos visitan. Se perdió la costumbre de bendecir la mesa y comemos como un acto funcional más, sin reparar en el largo y sorprendente viaje desde la semilla hasta nuestros platos. No solemos tener tiempo para la reflexión, el silencio, la escucha o el encuentro. Ignoramos así nuestra identidad y rebajamos nuestra humanidad.
Todo lo que podemos observar es un regalo, comenzando con nuestros cuerpos y terminando con nuestras creaciones. Sí, elaboramos objetos y extraemos energía, pero a partir de materiales que nos han sido dados. Hay motivos para agradecer y convertir la gratitud en un valor permanente de nuestras vidas: sentir gratitud es sentirse afortunados.
La percepción de orden y grandeza que nos aporta la vida debe traducirse en respeto y valoración. El concepto “sagrado” que, en principio pudiera ser rechazado por sus connotaciones religiosas, apunta a dimensiones profundas del ser humano cuando se conecta con la humildad y se intuyen realidades superiores: la mística no está tan relacionada con recluirse en monasterios, sino con desarrollar la vida cotidiana impregnándola de un carácter profundo. Así, todo adquiere sentido y se disfruta desde el ser y no desde lo superficial. La visión sagrada de la vida llevará inmediatamente a protegerla, pues agredirla es profanarla. Sería deseable desplegar esta visión ante la sociedad, alejando la naturaleza de una utilización explotadora.Parece que hasta ahora, solo poetas, místicos o maestros han sido capaces de captar esta realidad. Walt Whitman escribía: Creo que una brizna de hierba no es menor que el camino que recorren los astros…, que el tendón más pequeño de mi mano aventaja a todo mecanismo…, que una vaca paciendo con su cabeza baja supera a cualquier escultura… Hoy en que tanto hablamos, y con razón, del necesario cambio de modelo que conduzca a sociedades más justas, igualitarias y sostenibles, la primera revolución pendiente, sin duda, es la interior, que nos conectará con nuestro ser más auténtico y nos permitirá avanzar constructivamente, y en sintonía con los demás, frente a todos los desafíos que recorren el mundo.
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